Excelentísimo y Reverendísimo Señor:
Excmos. e Iltmos Sres.:
Dignísima representación del Consejo General de Hermandades:
Y al evocar el acto celebrado en este mismo lugar hace exactamente tres lustros; acto que después iba a quedar convertido en el ya tradicional Pregón de la Semana Santa sevillana, y después de hacer emocionada ofrenda de este mío humildísimo a Su Santidad Pío XII, como rendido tributo de filiar sumisión en este día de su mundial homenaje, y de agradecer vivamente y desde lo más profundo de mi corazón las tan elocuentes como excesivas frases de elogio que acaba de dedicarme el Sr. del Cid y Calonge, quiero comenzar, con las mismas palabras con que comenzara mi intervención en aquel acto a que acabo de hacer referencia:
¡Con vuestra licencia, soberanos cofrades de Sevilla! Con vuestra licencia, a la que comienzo pidiendo perdón, por el atrevimiento que supone el llegar ante vosotros, que formáis y constituís el más ilustre jurado de la Ciudad, convocado una vez más a esta especie de magno y solemne Cabildo anual de salida, en esta mañana de la Dominica de Laetare en que la Iglesia Nuestra Madre nos exhorta al júbilo y al regocijo por la Redención.
En esta mañana, cofrades de Sevilla, en que ya todo huele, todo sabe y todo suena a Semana Santa, porque Sevilla toda es flor, manjar y campana, que con su aroma, su sabor y su música, nos está llamando a todos los sentidos por la puerta secreta del corazón, para que dispongamos nuestro espíritu a gozar de las bellezas inefables e indescriptibles de nuestra gran Fiesta Religiosa. De esta Gran Fiesta Religiosa, para la que hay que estar como alentado por algo superior a nosotros mismos, ya que, de otra forma, resultaría inexplicable el ir como vamos cruzando las calles y plazas de la Ciudad, sin posible descanso, para acercarnos a las puertas de nuestros templos; para buscar la esquina insospechada; para sorprender el detalle de algún "paso" determinado por algún determinado lugar, o para dialogar en una especie de pública confesión sincera, con ese Divino Nazareno, agotado bajo el peso abrumador del Madero; compareciendo ante los inicuos tribunales de Herodes, Caifás o Pilatos; coronado de espinas; suplicante en oración por el Huerto de los olivos; instituyendo el Sacramento de la Eucaristía en aquella última Cena memorable celebrada con sus Apóstoles, o bien muerto de Amor sobre la Cruz. Muerto por ese Divino Amor, que ante nada pudo dudar, ya que su fin indetenible e inaplazable, era el de pagar con el divino tesoro de su preciosísima Sangre, la Redención absoluta y eterna del humano linaje.
Quien así no quiera verlo, quien así no quiera comprenderlo, que cierre sus ojos ya entornados al resplandor purísimo de la auténtica verdad sevillana, y que siga caminando por la orilla insegura de su escepticismo, bajo el aire nebuloso de la duda y de la indecisión, o que busque un nuevo Sinaí donde recibir, bajo el fuego abrasador que le purifique, un alma nueva, sencilla y luminosa, con la que poder caminar dignamente por esta Sevilla pasional, donde constituye pecado imperdonable, el no ir en esos días señalados de tan gloriosa conmemoración, como cogido de la mano misma de Cristo Nuestro Señor y haciendo de nuestra propia sangre, como soñado pañuelo de levísimos encajes, con que poder consolar el llanto incontenible e inagotable, de la Bendita Reina de los ángeles y de los hombres.
En esta mañana, en que vamos a revalidar nuestra condición de auténticos sevillanos y a proclamar a todos los vientos de la Rosa, que no existe para nuestro orgullo y satisfacción, título que pueda superar en nobleza y categoría, a ese que nosotros ostentamos como bandera de nuestra fe y como escudo de nuestro sentir: el título de cofrades, el cual estamos y estaremos siempre dispuestos a defender con nuestra vida misma, como solemnemente juramos y protestamos con la mano extendida sobre los Santos Evangelios, en ese otro momento también repetido anualmente con rigurosa puntualidad, y que supone sin duda, el más deseado, sublime y jubiloso, de nuestra íntima vida cofradiera.
En esta mañana, en que vamos a revalidar nuestra condición de auténticos sevillanos y a proclamar a todos los vientos de la Rosa, que no existe para nuestro orgullo y satisfacción, título que pueda superar en nobleza y categoría, a ese que nosotros ostentamos como bandera de nuestra fe y como escudo de nuestro sentir: el título de cofrades, el cual estamos y estaremos siempre dispuestos a defender con nuestra vida misma, como solemnemente juramos y protestamos con la mano extendida sobre los Santos Evangelios, en ese otro momento también repetido anualmente con rigurosa puntualidad, y que supone sin duda, el más deseado, sublime y jubiloso, de nuestra íntima vida cofradiera.
Reconoced por tanto, y que ello sirva de justificación y excusa a mis pobres palabras, la responsabilidad y el sobrecogimiento que sobre mí pesa en estos instantes; en estos instantes, en que concedida la palabra al Pregonero de la Semana Santa, comienza a levantarse simbólicamente el telón que va a dejar al descubierto la iniciación de nuestra Fiesta conmemorativa, sobre el suntuoso y fragante escenario de Sevilla, donde ya se está haciendo el aire caricia, la luz color inigualable, las calles caminos de penitencia, las torres nazarenos silenciosos y la voz toda de la ciudad cadencia y compás de esa gran saeta unánime por todos entonada, que canta y a la vez llora la Pasión cruenta de Cristo Nuestro Señor y los Dolores Santísimos de su Bendita Madre.
Perdonad por tanto, siquiera sea en nombre de esa Pasión Redentora y de esos Dolores Virginales, el que sea yo, valido de vuestra bien probada benevolencia, el Pregonero que intente describir las más destacadas facetas de esos días pasionales, olvidando posiblemente que ciudad y fiesta -concretamente Sevilla y su Semana Santa en este caso- sólo podrían ser pregonadas dignamente, por la voz de su luz y de su aire, sostenida en alas del requiebro y ungidas por el celeste aliento de la gracia; o bien, por la voz hecha música viva en labios de ese ángel descendido por escala de brisa luminosa, que parece llegar cada nueva primavera Guadalquivir arriba, para detenido ante la visión esplendente y majestuosa de nuestra ciudad, desplegar al aire mismo de la risueña Maestranza, como capote trenzado de suspiros su transparente clámide, y así comenzar el Pregón que sólo de Sevilla puede hacerse, por ser ella y sólo ella, la tierra única de María Santísima:
¡Dios te salve Sevilla
Llena eres de Gracia!
Así, porque plenamente poseída de la gracia la ciudad se encuentra, por razón de su historia y por obra y milagro de esa luz y ese aire que llaman y se adentra como un aldabonazo de rosas por el túnel oculto de nuestra sangre inquieta, como en presagio de indecible goce. Y así, nuestro corazón, sobre el claro espacio de la primavera, queda desentrañado, desnudo y sostenido, por los clavos de nuestro fervor, nuestro entusiasmo y nuestra devoción, una vez extendido sobre esa Cruz que forman al cruzarse amorosamente el río de nuestro sueño, con el puente de nuestra bendita ilusión cofradiera; cosa ésta que a nadie intentaremos explicar, porque para bien entenderla, para bien comprenderla, basta y sobra con llegar hasta Sevilla con el alma pura; con el corazón limpio, y con las manos rebosantes de soñados claveles y rosas adivinadas, para dejarlas caer con unción estremecida a los pies sangrantes de nuestros Cristos o a las plantas virginales de nuestras Dolorosas; de esos Cristos y esas Dolorosas, que están pregonando constantemente y a través de los siglos, con el ejemplo de su muerte y el resplandor deslumbrante de sus lágrimas purísimas, el origen y la razón que a todos nos lleva como prendidos en vuelos de una eterna súplica, a servir y cantar, esa pasión redentora, que como con llave fundida con flores de todos los jardines de Sevilla y cincelada por su primer orfebre, parece abrir en estos días anticipadamente y de par en par, las puertas de la felicidad eterna, para vosotros, que por cofrades, sois sevillanos de la mejor estirpe, estirpe de la mejor Sevilla y perfectos cristianos, en la más avanzada vanguardia de la catolicidad.
Así es, no dudarlo. Así es, porque para bien comprenderos -ya lo he dicho y vuelvo a repetirlo, con toda la voz que me falta y toda la verdad que me asiste- sólo es necesario, ese corazón totalmente alejado de contactos terrenos; esos ojos clavados en la azul tersura de nuestro cielo; esos oídos abiertos a la música que canta nuestra pena y llora nuestra alegría haciéndose ritmo de saeta en el arpa temblorosa del suspiro; ese silencio que es la mano de Dios escribiendo en nuestro espíritu esa palabra olvidada del mundo que se llama alegría, y esa ilusión que todo lo alcanza y todo lo desborda, porque está reservada y contenida cuidadosamente, para clavarla en la diana de aquello que está más allá, bastante más allá de la realidad perceptible: en el vibrar de unas flores en un entrevaral de palio; en el balanceo de unas caídas bordadas por manos adorables; en el tintinear de unos candelabros de cola, o en el chisporroteo de ese cirio o codal que va consumiendo su luz y su cera en la esquina de un "paso" de Cristo, igual que vosotros vais consumiendo vuestra vida de cofrade, en honor y servicio de ese Cristo y esa Virgen de la Hermandad de vuestros amores, y siempre como costaleros esforzados bajo las trabajaderas de vuestro divino concepto, al mando de esa voz del Soberano Capataz de todo lo creado, que como una caricia grita al oído de vuestro corazón: ¡Venga de frente!, que viene a ser como deciros: que no os quede tiempo, cofrades sevillanos, más que para recrearos en mi servicio y en la contemplación de ese llanto de mi Bendita Madre, porque bajo su mirada, de la que nunca apartáis la vuestra, se entra en mi Reino, por la puerta reservada a los héroes, a los santos y a los buenos cofrades de Sevilla.
Trazaremos ahora imaginativamente sobre el área espiritual de nuestra ciudad, ese divino símbolo que va a servir de tema a nuestra disertación y sobre el cual, vamos a dejar exaltada la enunciación del mismo:
Una Cruz que partiendo de la Fe que corona nuestra Giralda, llegue hasta el pórtico del Santuario Macareno de la Esperanza; y como brazos de la misma, la caridad extendida desde el Hospital del Señor San Jorge -la gloriosa fundación de Mañara- hasta el Convento de las Hermanitas de la Cruz, la no menos gloriosa Fundación de aquella inolvidable Santa que se llamó Sor Angela, y que están pregonando el verdadero sentir cristiano de Sevilla, igual que pregona el eco eterno de su arte, el pincel de un Velázquez, maestro de maestros; de un Murillo, creador de nuestra Inmaculada; de un Valdés Leal, Kempis del color y el movimiento; de un Rioja, jardinero lírico de la palabra; de un Bécquer, prima y bordón del dolor oculto; de un Juan de Mesa, imaginero del último suspiro redentor; de una Roldana, lealísima intérprete del llanto de la Virgen; de un Aníbal González, tejedor del más airoso encaje de la piedra; de un Gutierre de Cetina, cincelador del más dulce y bello madrigal que acarició oídos femeninos; de un Joselito y un Belmonte, emperadores de la mejor teoría de todos los tiempos; de un Manuel Torres, por cuya garganta anduvo el más secreto registro de la gracia; de un Manuel Font de Anta y de un Vicente Gómez Zarzuela, que supieron hacer lágrima viva el acorde musical, y también de un Luis Piazza, un Juan Manuel Rodríguez Ojeda, un José Ortiz, un Manuel Casana, un Francisco Bohórquez y tantos y tantos otros que con el ejemplo de su vida y el ejemplo de su muerte, nos legaron la más alta lección que jamás pudo darse del limpio Amor, del hondo fervor, y de la entrega total que hacia Sevilla y hacia todo lo sevillano ha de sentirse, para poder llamarse con toda dignidad, eso tan fácil en teoría, y tan difícil en la práctica: auténtico sevillano y auténtico cofrade, de los pies a la cabeza.
Sólo a ti, cofrade, raíz, tronco y savia de tan cristiano concierto; peregrino constante por la senda de la inquietud y el sacrificio, sostén y base de toda esa anónima y dificilísima arquitectura que casi todos ignoran, y que sólo espera de espaldas a la vida, la alta recompensa de los cielos, y que sabes hacer prodigio de esplendores inusitados, esa idea que aflora sobre la piel finísima de tu propia sensibilidad, templada de brisa luminosa bajo el sol encendido de esta Sevilla única, centro y corazón del andaluz, orilla de la belleza, camino venturoso de divinos mensajes, puerto de la gracia, y canción jubilosa de la misma alegría.
Ya se ha dicho y se ha dicho bien, que cada cofrade lleva en sí una Semana Santa distinta y particularísima, que nos plantea la imposibilidad de su exacta exposición. Una Semana Santa, como grabada a fuego de fervores en las fibras más íntimas del espíritu y por tanto, totalmente inaprehensible a través del medio discursivo.
No voy por ello, a intentar descubriros aquello que sólo puede descubrir la propia ilusión de vuestro sueño; voy a exponeros sencillamente, esa Semana Santa que vibra por los más ocultos rincones de mi sangre, y que yo quisiera asemejar totalmente, a esa que corre por vuestras venas, en estos días de vísperas solemnes y a flor de todos los sentidos.
Quiero para ello, partir del punto donde nace esa especie de constante deseo, que por hondo y sentido, jamás podrá ser explicado, y de donde necesariamente tiene que brotar la canción poemática que nos lleve a la fiel evocación de aquel momento fijo en nuestro recuerdo, como una soleá quebrada por algún oculto y florido rincón trianero, donde fue a convertirse en emperadora del cante, para unida con el "martinete" y la "seguiriya", hacerse ritmo doloroso en labios del requiebro, y así cantar, como sólo en Sevilla puede y sabe cantarse, -con sabor de pena y sangre entremezclados- la Pasión Bendita de Dios, que por salvarnos y redimirnos, se hizo carne, habitó entre los hombres, y sufrió muerte cruenta, sobre el Árbol Divino de la Cruz.
No intentaré tampoco -porque queda fuera de mis conocimientos y lejos de mis posibilidades- recurrir al fondo teológico o filosófico de nuestra gran Fiesta religiosa; ni me servirá tampoco de apoyo argumental, la cita ni la anécdota.
Seguiré la línea trazada desde el principio con la sola ayuda de mi propio sentir, y uniendo mi corazón al vuestro, comenzaremos nuestro espiritual recorrido por las esquinas y revueltas de la ciudad, tras la evocación de cualquier itinerario vivido tantas y tantas veces y comentado después en múltiples y distintas ocasiones, cuando la nostalgia del momento llevaba consigo toda la fuerza arrolladora del recuerdo.
Por eso quiero que sepáis, y no olvidéis, que a la evocación de cualquier Imagen o Cofradía, no deberemos nunca circunscribirnos a ella concretamente.
Sobre la Vía Dolorosa de Sevilla, sólo existirá el Cristo y la Virgen de la particular devoción de cada uno; y una voz que cante, y un corazón que sienta, y todos los ojos unidos en una misma mirada y en una idéntica contemplación; en esa contemplación, que hace llorar nuestra sangre por sus más recónditas aristas; que incendia de goce celestial las alas de nuestro espíritu; que llueve de flores nuestro más limpio sueño, y que va repitiendo a cada paso, que aquello que estamos contemplando, es el poema más maravilloso y perfecto que ningún pueblo de la tierra pudo ofrecer, como fidelísima interpretación de la Pasión Redentora. Porque tenía que unirse en íntima y apretada conjunción, la luz y el color, la pena y la alegría, la gracia y la belleza, y de ello surgir el milagro de nuestra Sevilla, de nuestra primavera y de nuestra Semana Santa, que por ser como es, tenía que ser única y sin posible semejanza, a pesar del esfuerzo totalmente estéril, de los que copiándola, intentan arrebatarle inútilmente su eterna primacía.
Para más asemejarse a la Pasión que se conmemora, también la mujer sevillana tiene su simbólica intervención junto al cofrade en la Semana Santa de Sevilla y también a ella debemos nuestro íntegro reconocimiento por su valiosa y eficaz colaboración.
Un día, un buen amigo y magnífico cofrade, me hablaba de la necesidad y justicia de este tributo de público homenaje hacia esas mujeres, que a semejanza de aquellas que intervinieron en la Pasión de Cristo, ponen lo mejor de su entusiasmo al servicio de la Cofradía.
Y es verdad; la mujer sevillana lleva como unida su vida y sus afanes a la vida y al afán del cofrade, y también como hermana sueña y participa en todos nuestros desvelos e inquietudes. También ella, dejó allí, sobre el altar de su Cristo o de su Virgen, las flores con reflejos de blancor eucarístico en el ramo de su primera Comunión florecido en sonrisas angélicas, y el lleno de promesas e ilusiones de sus nupcias matrimoniales. También ella es, quien toca con sus manos temblorosas el cielo mismo de nuestro más limpio amor cuando viste y enjoya nuestras benditas Imágenes, al ejercer su cargo de camarera; y quien inculca ese bendito amor en la blanca ternura de los hijos, la flor más primorosa de nuestra Sevilla Pasional, y quien sabe vestir como nadie pudo imitar la calada espuma de la negra mantilla, prendida por el beso rojo de unos fragantes claveles cuidados con mimo especial durante todo el año, para la paz del Sagrario, para los pies de su Cristo, y para el momento tan sublime como anhelado de esa tarde única en el mundo, que es la tarde del Jueves Santo de Sevilla.
Y también ella es madre. Madre, a semejanza de aquella que dio al mundo en Belén una noche que no tuvo crepúsculo, el Verbo hecho carne; que por amor al Hijo, vio su pecho traspasado por una espada de dolor; que huyó a Egipto, por salvar la vida del Divino infante, y que lo perdió un día regresando de Jerusalén, para hallarlo después de terrible búsqueda, hablando a los doctores en el Templo.
Madres, que nos enseñaron a rezar; que cuidaron de nuestras vidas; que enjugaron nuestras lágrimas; que calmaron nuestro dolor y que iniciaron y encauzaron nuestra existencia, en la encendida devoción hacia la Pasión Redentora.
Madres benditas, de las que nos queda, cuando no el regalo de su presencia viva, su recuerdo perenne al hilo de una oración constante, que suplica su ayuda, desde ese cielo que sin duda ganaron, con una vida llena de virtudes y sacrificios.
Y también ella es, la mujer sevillana, quien nos viste y cubre cada año con el hábito nazareno, y en ese día señalado en que vamos a realizar esa última estación de penitencia, que termina al cruzar la calle central de nuestro Camposanto -que también como un símbolo se llama de la Fe- para dejar depositado nuestro despojo físico bajo la tierra sobre la que se alza el Cristo Expirante de las Mieses, y a cuyas plantas florecen los rosales entrelazados, como una última oración, surgida de la propia muerte de todos los cofrades de Sevilla.
Y ya unidos entrañablemente, y con los ojos nublados, y con el cuerpo dulcemente estremecido por ese escalofrío que sacude nuestro espíritu y escalando nuestra garganta conmueve el hilo vibratorio de nuestro más hondo sentir, vamos a comenzar el recorrido de nuestro sentimental itinerario, adentrándonos en la mañana azul de ese Domingo dorado y fastuoso, recamado de hosannas y aleluyas, y como moldeado a golpes de fulgor, sobre el áureo yunque de la nueva primavera. En ese Domingo de Ramos, donde todo comienza a hacerse cielo luminoso, y en cuya tarde musical y transparente, encontraremos ese primer nazareno de cada año, que viene a ser como el Adelantado mayor de nuestra Fiesta única y de nuestra ilusión misma. De lo lejos entonces, mecidos por la brisa, llegarán a nosotros los primeros acordes de las cornetas, y el primer redoblar de los tambores, como nuncio de esa Epifanía Dolorosa que en sí es la Semana Santa de Sevilla, y que va a quedar como iniciada en su propia luz y en su propio aire, por esa primera Cruz de Guía procesional en su más alta significación: brazos abiertos al cansancio de nuestro humano peregrinar, y brazos señalando constantemente, el horizonte sin límite de la eterna salvación.
Después, del fondo de la tarde, surgirá como un último rayo de sol -primer cirio pasional de la noche inmediata- y nuestra mirada, nuestra inquietud, nuestro amor, nuestra ilusión y nuestra vida entera, querrá saltar de nuestros ojos hacia los extremos todos de la ciudad, para hacerse rayo de luz y así atravesar el palio levísimo, de esa imagen toda blancor de azucena que es la Virgen de la Paz; para extasiarse, ante el rostro primoroso de la del Subterráneo; para cruzar hasta Triana, y así mirarse en las benditas lágrimas de esa Reina de La Estrella, Madre de navegantes y descubridores, y cuya Hermandad guarda para sí, en sus íntimos anales miniados de heroísmo, una de las más bellas historias cofradieras de Sevilla; ahí, junto a la orilla misma de nuestro río, asequible sólo a singladuras de estrellas y millas de ilusión. O intentará perderse por el blanco laberinto de San Julián, para encontrar la sevillanísima Cofradía de La Hiniesta bajo el clamor encendido de su barrio, o buscará la de San Roque, rodeada de contrastes maravillosos, a esa hora que en el "paso" de la Santísima Virgen de Gracia y Esperanza:
A compás la cera llora
porque viene de regreso,
quedando en el aire preso
todo grito que le implora.
La luz el rostro le dora
dibujándolo en sonrisas
y al dejar Caballerizas
los blancos muros rozando,
una voz le va cantando
al son de los guardabrisas.
Y después:
cuando sigue caminado
bajo estrellas cristalinas,
a compás las bambalinas
sin querer van redoblando;
también la va acompañando,
la luna clara, el lucero,
la oración del nazareno,
una saeta gitana,
y un repique de campana
sin que toque el campanero.
O saldrá el encuentro de esa Rosa de Amargura, que al filo de la madrugada regresa a su templo nimbada por el fervor de Sevilla y por esas estrofas casi celestiales, entretejidas por la voz dulcísima de las Hermanitas de la Cruz, arrodilladas en la puerta de su Convento. Arrodilladas, en esa puerta por la que Sevilla -bien lo sabemos todos los cofrades- tiene más seguro y directo contacto con la puerta misma de los cielos, y desde la que cada año, le canta mi verso cuando la adivina:
Abogada por su calle Nazarena,
herida por el filo de su llanto,
sumida en el dolor de su quebranto,
sin norte por el cauce de su pena.
Dialogando sin voz por la azucena,
y el pecho florecido de amaranto;
perdida la mirada en el espanto,
y lívida de sal la tez morena.
Resecos los labios y frente enajenada
convocando la gracia y la ternura
en su perfil de Rosa Trastornada;
inquiriendo del aire y de la altura
si en tristeza por alguien fue igualada
¡si hay frontera capaz, a su amargura!
Después, la Cofradía del Amor pasará como una indicación de silencio en labios de la noche, y todo aquel latir que saltaba a nuestros ojos con la ilusión de hacerse rayo de luz que atravesase el "paso" de la Virgen, para piropear su dolor y su pena, se incendiará una última lágrima que en su divina locura, irá dialogando consigo misma, a través de esa paralela que sus brazos extendidos irán trazando por la brisa suave de la noche. Y de nuevo, nuestro corazón hecho grito poemático, volverá a pedir toda clase de cuidado y delicadezas, para llevar a ese Cristo Muerto, cuando suplique a la vez que ordene:
Capataz:
Lleva despacio a Jesús
que va muerto por Amor
sobre el árbol de la Cruz.
Que no le roce ni el aire
que se mece por las ramas,
porque puede dilatarse
el manantial de sus llagas.
Ni la ráfaga de luz
con su tacto de azahar,
ni el suspiro del naranjo
cuando vayas a llamar.
Ni el clavel en la ventana
ni el geranio del balcón,
ni el cuchilla de la noche
ni el refleja del farol.
Ni la música siquiera
de la saeta que canta,
ni el Padrenuestro que vibra
en la sedienta garganta.
Ni el mercurio del lucero
ni el azogue de la estrella,
ni el trepidar tan siquiera
del pisar del costalero.
Capataz: Que no rocen a Jesús
ni el hálito del candor
ni el pétalo de la brisa.
¡Que va Muerto por Amor!
Se enredará después nuestra mirada el Lunes, en el cimbreo de esos juncos cincelados que son los varales de la Virgen del Museo, con su mirada como ninguna otra clavada constantemente en la altura, en súplica por nosotros sus hijos terrenales; y se hará temblor nuestra oración ante la Virgen Dolorosa de San Vicente, como mecida sobre nave fragante de azahar y quedará absorto nuestro espíritu, ante el Cristo de las Aguas o ante la contemplación de esas dos Cofradías ejemplares, de la Vera-Cruz y Santa Marta.
Y caerá postrado de hinojos al siguiente día, ante la maravilla indescriptible de ese Cristo plácida, serena, dulce y divinamente dormido de la Buena Muerte; y se hará brote pasional, por los barrios de San Benito o por el de San Vicente, ante el hechizo moreno de esa Virgen que alguien llamó "La Gracia de Sevilla bajo palio" y otra vez se nublarán nuestros ojos ante la visión del Cristo de Las Misericordias, y otra vez nuestro corazón saltará de júbilo ante el "paso" de la Virgen de los Desamparados, salvando casi milagrosamente la salida o entrada en su templo por el espacio justísimo -de la portada ojival, o quedará estático en oración y sueño, ante el fulgor moreno de la Bendita Reina de la Candelaria.
Y se perderá el Miércoles bajo las estrellas refulgentes que cubren el Arenal de Sevilla, o el Barrio de San Bernardo, o el solitario rincón de San Martín, o la florida Plaza de La Gavidia, por donde cruzará piadosa la Cofradía de Las Siete Palabras, o buscará el desfile edificante de la del Buen Fin, o vibrará de sevillano goce, al paso de la de San Pedro por la estrechez casi insuperable de la Alcaicería, o llegará hasta las puertas mismas de la Capilla de San Andrés, donde una fervorosa explosión de entusiasmo popular, aclamará de nuevo a la Santísima Virgen de Regla.
Después, el Jueves Santo, cuando las campanas enmudezcan y Dios se haga ausencia en la profundidad dorada del Monumento. De ese Monumento catedralicio, primer altar de Sevilla y primer "paso" de todos sus cofrades, parecerá, como si todo inesperadamente cobrase un nuevo ritmo; como si durmiese la materia para dejar sólo paso a la alta vibración del espíritu y como si la voz de la Ciudad se apagase, para quedar convertida en oración musitada, total e infinita, dando así comienzo, el poema único y maravilloso del Jueves Santo sevillano. Y otra vez, la explosión popular en el barrio de la Feria, para presenciar la salida de la peregrina Virgen del Rosario, o en el de San Roque, para ver aparecer la Bendita Reina de los Angeles, o junto a la capilla de la Fábrica de Tabacos, para contemplar el primor doloroso de la Virgen de la Victoria. y otra vez, el desfile conmovedor del "paso" de la Quinta Angustia, y otra vez, la repetición de ese momento indescifrable, en que todo parece quedar sublimizado ante la presencia soberana de la Virgen que llora. Ante la presencia de esa Reina del Valle, que va regando con el caudal de sus lágrimas el camino por donde seguidamente el bendito arado de la Cruz del Señor de la Pasión, pasará abriendo los surcos donde de nuevo volverán a florecer por milagro de la gracia, esas flores que sólo pueden surgir por obra del cielo, para tan Celestial Señora. Para esa Madre Única, que estuvo un día, el más trágico y sombrío de la existencia humana, sobre la cumbre del Monte Redentor -"Juxta Crucem Lacrimosa"- y hoy entre nosotros sobre la cúspide del monte de nuestra más encendida devoción, al pie de esa otra Cruz transparente y divinizada de la luz y el aire de Sevilla, como Rosa de Amor, como Fuente de Consuelo y como Reina Suprema del Supremo Dolor, para quien surgió mi verso un día por milagro de sus ojos cuando:
Creí Señora mi pecho
de la cadencia olvidado.
Mas quedé para Ti flores
en los jardines y prados,
y en arriates de sueño,
y en los surcos del milagro,
y en las plazas escondida,
y en los desiertos collados,
y en las riberas umbrías,
y por los huertos cerrados.
Busqué flores para Ti,
que es tenerlas en la mano,
porque al evocar tu nombre
toda la luz se hace nardo,
y de jazmín se hace el aire,
y toda sangre amaranto,
y violeta los recuerdos,
y fina azucena el tacto,
y gardenia la mirada,
y margarita los labios,
y clavel el corazón,
y las espinas geranios.
Busqué flores para Ti
que es tenerlas en la mano,
porque el ángel del dolor
las hace surgir del cardo,
y de la piedra desnuda,
y de la arista del canto,
y de la pena escondida,
y del fondo del quebranto,
y de la frente cansada,
y del hundido costado
y del pecho sin latido,
y del lamento quebrado.
Busqué flores para Ti,
triste y desesperanzado,
porque el jardín de mi voz,
Señora, estaba agotado.
Pero me postré a tus plantas,
y con los ojos clavados
en la gloria de Tus Ojos
de lágrimas arrasados,
sentí cómo se llenaba
de flores mi rosal blanco,
y grité como el que encuentra
lo inútilmente buscado,
y canté como el que canta
por el goce desbordado,
y de oración y alabanza
yo compuse un nuevo ramo,
para Ti, que eres la Reina
de los celestiales prados,
de los eternos jardines,
de los arriates altos,
de las riberas del cielo,
y de los surcos dorados.
Para Ti que eres la Reina
del puro amor entregado,
de los caminos sin sombra,
y de ese Valle Sagrado
que los ángeles vigilan
al resplandor de tu llanto.
Yante tu altar Virgen mía,
yo me quedé musitando:
¡ay! quién pudiera, Señora,
ser flor de ese humilde ramo.
Segunda parte del Pregón Pregón 1956 - 2º parte
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