11 de marzo de 2015

Pregón Carlos Colón - 1996








N MANU EIUS CHARITAS ET SPES



Como tantos sevillanos, quien os habla ni tan siquiera puede recordar la primera vez que vio a sus imágenes. Antes de tener memoria ya las veía en las fotografías que presidían su casa; era llevado a ellas -Calvario, Nazareno, Victoria, Amargura, Macarena- y era alzado hasta el Gran Poder cuando aun el besamanos era sobre su paso. Quien os habla ha aprendido Semana Santa viendo entrar el sol del Jueves Santo por el cierre del dormitorio, haciendo brillar el raso morado y los escudos de oro, reflejándose en la capa blanca, que aguardaban a ser vestidas esa tarde. Durmiéndose sabiendo que seria despertado por la Macarena al llegar a la Encarnación; el sueño roto por los tambores, el frío de la mañana en el cierre que daba al viejo mercado, la multitud abajo, el camino de capas blancas y antifaces morados, el paso grande y dorado, pebetero, trono, águila, soldado, gloria de Roma para un niño; y tras él, el mar de plumas blancas meciéndose al compás de cornetas y tambores. Viviendo con su madre la primera Madrugada. Aguardando en la calle Bailén, con cuerpo cortado de noche en vela, a que saliera su padre, alto nazareno negro, para seguirlo desde lejos. Buscando en las manos de la Victoria, cada Jueves Santo, el pañuelo que le regaló aquella a quien tanto quiso. Espiando, desde el ultimo invierno, día a día, como crecen la luz y la tibieza. Viviendo muertes doblemente dolorosas, por imprevistas, por madrugadoras, que no han logrado quebrar confianzas. Yendo una mañana de marzo a buscar la túnica -guardada con una fe que entonces se demostró- de un hermano mayor muerto en vísperas de Semana Santa, y viviendo la mas desnuda experiencia de esa fe, la madrugada en que fue velado entre los hachones que iluminan el cuerpo de su crucificado. Conociendo y queriendo a quienes viven humanamente sus hermandades y las marcaron, a quienes oyeron una voz antigua que les dijo "hazme un santuario para que habite entre ellos", y cuando comparezcan ante el Señor le podrán decir " te he erigido un palacio, un sitio donde vivas para siempre"; a quienes han sido tan de su Señor que, perdida la consciencia, lloraban si ante ellos se pronunciaba su nombre. Esto es lo que me han enseñado. Esto es lo que he visto. Esta es para mi la única emoción y la simple verdad de la Semana Santa.

El sevillano habitualmente no habla de esto por pudor, porque para él es lo inefable, lo que no puede ser dicho, y "de lo que no se puede hablar es preciso callarse". Porque sabe que estas cosas se absorben a través de la piel; que la Semana Santa se aprende en brazos primero y de la mano después, que se transmite solo con miradas y con manos que se apoyan sobre hombros ya crecidos. Por eso crea laberintos de palabras para que se pierdan en ellos quienes no saben oír sus silencios; finge mostrarse para poder ocultarse mejor ante quienes no saben ver lo invisible. Y resguarda el secreto de su emoción en estancias interiores, que reserva desnudas de todo lo que no sea esencial. Ello es tan poco, por ser verdaderamente importante, que cuando el tiempo lo dobla o el dolor lo hiere, el sevillano se retira a ellas, convertido en el ser mas solitario y adusto, viviendo su ciudad a solas. Lo mismo sucede con su Semana Santa: bajo su cuerpo barroco, bajo su contagiosa alegría, bajo su manto retórico, están las estancias desnudas en las que resguarda su verdad.

Pise su umbral, y lo crucé, la noche de San Juan de la Cruz, en la Macarena: Allí pude sentir lo que escribió el Santo: "Alegraos, y fiaos de Dios, porque, que hay que acertar, sino solo vivir en fe verdadera. caridad entera, y esperanza cierta". Porque, donde esperaba encontrar la mayor exuberancia barroca, donde hasta temía el desbordamiento de esa Sevilla mas Sevilla que ninguna otra que es la Macarena, solo encontré silencio, paz, emoción, la basílica convertida en convento y en él la Virgen, sin corona ni manto, como una novicia a punto de hacer sus votos perpetuos, a la vez feliz y sobrecogida. Todo era desnudez solo habitada por la Esperanza. Al ser alzada, se convirtió en una Virgen del Tránsito, y quienes la portaban asemejaban a los primeros cristianos trasladando con infinito amor y cuidado ese cuerpo que no conoció la corrupción. Casi no sentí su peso sobre mi hombro. Lo que sentí fue el peso tremendo de la Esperanza. Que cada amanecer lo es de Viernes Santo, porque su nombre es derrota de madrugada. Que no hay destino, sino voluntad. Que el mal es obra nuestra, y en nuestras manos esta el acabar con él, como San Miguel acaba con el dragón justo donde empieza el reino de gracia de su paso. Y que si el mal triunfa, si impone su dominio oscuro de sinsentido, "por amor a los desesperados mantendremos la esperanza", y lo peor será tolerable si nos abrimos al resplandor de su nombre, confiados en que al final venceremos,porque con Ella, "nuestra lucha tiene la obstinación de las primaveras".

En ese momento, que iluminará toda mi vida, comprendí la importancia de estar hoy aquí. Como allí sucedió en torno a la Macarena, todo desaparece ahora. No hay reposteros, ni presidencia. Esto no es un teatro, ni vosotros público. Yo soy solo la voz que cumple el mandato recibido aquella noche lluviosa de diciembre, en la que los suyos me dieron la Esperanza, para que hoy la anuncie a Sevilla.

SALUDO

Permitidme que al saludaros os quite todo tratamiento, salvo el que aquí y hoy, es el mas alto, y así solo deciros Señor Arzobispo, Señora Alcaldesa, Señor Presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías, autoridades presentes, para añadir cada vez, de Sevilla. Permitidme quienes me oís en este teatro, o a través de la radio, en soledad o en compañía, quitar también todo tratamiento al saludaros y decir solo: sevillanos


SEVILLA

Vengo a anunciaros la gloria de Sevilla, y su tragedia. El gozo multitudinario de las palmas, y la soledad de los olivos. La aspereza del esparto. El brillo del ruán. La tiniebla solo iluminada por cirios verdes. El frío solo abrigado por capas de merino.

Vengo a anunciaros el tiempo de la muerte breve y de la vida eterna; de los corazones traspasados por puñales o por esperanzas: de las manos que van a ser atravesadas por clavos y que se tienden, llamando: de las sienes oprimidas por coronas de espinas con forma de serpiente.

Vengo a anunciaros lo que para nosotros es lo mas emocionante, lo mas querido, lo mas sagrado; la Semana Santa de Sevilla. La que no solo se recluye en las iglesias, sino que se derrama desde ellas por toda la ciudad como el agua que manaba del zaguán del Templo. La que no solo es para los elegidos, sino para todos quienes se acerquen a ella con el corazón dispuesto. La que es unión por encima de toda diferencia, en el nombre de Sevilla; costumbre y vida, liturgia y fiesta, lo absolutamente santo y lo absolutamente humano, historia de la ciudad y memoria de lo suyo.
Todo al mismo tiempo, y es bueno que así se, porque para nosotros Sevilla es la tierra culta en la que nacemos a una tradición que nos acoge; la tierra antigua sobre la que crecemos a una religiosidad de raíz oriental, cuerpo barroco, sentimiento romántico, y gracia costumbrista; la tierra santa en la que maduramos a una fe que acepta la contradicción y la debilidad de lo humano, porque descansa en quien conoció la serenidad de la Buena Muerte, pero también la angustia que hace sudar sangre al Señor de la Oración en el Huerto, y la humillación que desborda las lágrimas en el rostro bueno del Señor de la Salud y Buen Viaje. Y la tierra sagrada en la que nos enterramos, revestidos de ella con nuestra túnica, esperando la resurrección por simple y absoluta confianza en la palabra de nuestro padre de San Lorenzo, de quien nos fiamos por entero.

No fue junto al camino, ni en terreno pedregoso, ni entre cardos, donde los nuestros sembraron la semilla de la Semana Santa, sino en esta tierra fértil, como el hombre que siembra un campo y después se dedica a otros afanes, mientras la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. Así hemos vivido, a lo largo de quinientos años, tantas generaciones de sevillanos, a lo peor hasta olvidados de la semilla, pero recolectando cada año su fruto. Porque la buena tierra, por sí mismas, lo produce. Y la de Sevilla lo es.

Es por eso por lo que la queremos no con la locura narcisista que a veces se nos reprocha, sino con la lealtad de quien agradece los dones recibidos. "Si supiéramos de alguna ciudad que tuviese esta sabia armonía, esta (...) plenitud de espíritu(,,,) no hubiésemos empezado a hablar. Solo ella es así, a los incrédulos, a los extraviados, a quienes la ignoran, dirigimos la certeza de nuestro amor", que es un amor alerta, despierto, porque sabemos que nada se tiene para siempre, que nada sobrevive sin cuidado, que solo estando a su altura -que es la de su mejor pasado, el mas abierto, el mas plural, el mas exigente, el de Cristóbal de Morales, Montañés, Antonio de Ulloa, Olavide, Bécquer, o Cernuda- podremos conservarla viva.

Os lo dice alguien que ha visto como Sevilla se moría, día a día, casa a casa, entre la indiferencia de los suyos. Y os lo dice con la seguridad que da amarla como solo puede hacerlo quien la ha perdido. Se lo que es abandonarla sin quererlo, saliendo de madrugada a una ciudad quieta y oscura de ventanas cerradas, envidiando a quienes a la mañana siguiente, yo lejos, despertarían a Sevilla. Se lo que es vivir la Cuaresma en otro país, oyendo este pregón por la radio, contando los días para venir. Se lo que es partir en el último minuto, el Domingo de Ramos por la mañana; llegar mas que mediada la tarde a la Encarnación, y aun con las maletas en la calle, que alguien diga "¡ya esta saliendo la Amargura!", correr Regina abajo, desembocar en San Juan de la Palma, y encontrarme, entre nubes de incienso, con la Virgen amarga. Sé, lo que es peor, que pase el domingo, el lunes, el martes, el miércoles, que en la casa solo haya silencio y tristeza; y al volver una tarde, encontrar, reluciendo en una habitación apagada, la que ese año fue mi única Semana Santa: como andas una caja de zapatos, varales de lápices forrados de papel de plata y velas de cumpleaños como candelería. Ese único año que faltamos nos sentimos más tristes, pero no mas lejos que quienes la vivíais aquí. Por eso digo que nada puede arrancarnos de Sevilla. Ni la muerte, porque su tierra nos espera. Ni la lejanía,porque quien aprende a amar en la distancia ama el doble, después de probar el sabor húmedo de la ausencia. Nada. Salvo la falta de amor.

Por ello, después de perderla y reencontrarla, me agarro fuerte de la mano de Sevilla. Y os digo que nacer en esta ciudad, o nacer a ella, fortuna o vocación, es una forma de vida. Que habitarla no es cuestión indiferente, sino destino. O que es ella quien nos habita, creciéndonos por dentro. Que vivimos perdidos sobre su piel, hasta no saber donde acabamos nosotros y donde empieza Sevilla. Y que si Cernuda escribió, con razón, que este no poder ser sino en ella es un error de amor, también escribió, pocas líneas mas adelante, que quienes a Sevilla se rinden, en ella encuentran gloria mas pura que ninguna.

"De bruces sobre los pretiles de sus azoteas hemos desmenuzado muchas veces nuestro amor hacia las casas, las calles, las gentes", porque lo que más amamos en ella es lo pequeño, lo fugitivo, lo más desamparado: la ciudad de todos los días que se muere sin que nadie la llore, enterrada en la fosa común de la memoria colectiva; la ciudad real que aguarda, ahora mismo, fuera de este teatro, a que el pregón acabe y nos perdamos despacio por ella, saboreando cada luz, cada perfil, al acariciarla con los ojos. Amamos la ciudad del olor fresco y claro de los portales antiguos, serrín sobre mármol blanco, en las mañanas de invierno. La del ardiente vacío, en las horas de la siesta de verano. La de la calle Francos en los primeros anocheceres lluviosos del otoño. Feria en las mañanas de noviembre, nubes grandes y oscuras corriendo sobre la torre de Omnium Sanctorum; José Gestoso en diciembre, nacimientos, corchos, especias y alhucemas; el aire transparente y frío del Altozano en invierno; mi calle de Mateos Gago en primavera; Sagasta, Córdoba, Lineros, Puente y Pellón, frescas bajo las velas, en las mañanas claras de verano; el sol grande y amarillo de septiembre cayendo sobre el Salvador. Y la plaza de San Lorenzo, siempre: cubierta de hojas en otoño, desnuda en invierno, atrio basilical en primavera, templo en la Madrugada, claustro verde en verano, y corazón de Sevilla cada viernes.


IN MANU EIUS

La Semana Santa que anuncio es la que empieza allí, el Domingo de Ramos, en el besamanos del Gran Poder. La que justo en su inicio, deja las cosas en su sitio, identificando su rostro con el de este Señor en cuyas manos el Poder es compartir el sufrimiento de quienes mas sufren, y el Imperio, ordenar con la exigente ternura de su mirada que el amor lo remedie. Pura palabra de Dios, tal y como esta escrita en el Evangelio, esculpida en madera por Juan de Mesa.

Está con las manos atadas, sin Cruz, mas expuesto, menos fuerte, aguardando con humildad, baja la mirada, entregado. Los sevillanos avanzan hacia Él, sobrecogidos ya desde la plaza en la que la cola serpentea. Cuando entran en la Basílica los ojos se quedan fijos en la gran figura abatida que la preside, y sólo esa primera mirada compartida nos hace ya a todos uno en nuestro Padre. La fila avanza despacio, cada cual llevando su cruz invisible. EL Señor las recibe, en cada beso, en cada mirada, y las guarda en sus manos fuertes para cargar con todas en la Madrugada. Y después, devolverlas bendecidas. No vamos allí en busca de magias, ni de remedios, ni para que se nos facilite el duro oficio de vivir, sino a encontrar en su rostro oscuro el sentido de nuestro dolor, viendo en el suyo tanto sobrecogimiento humano, tanto consuelo divino.

Hay alguien que le mira a la cara por última vez en este mundo. Quien es alzado por sus padres, para verlo por vez primera. Quien no puede arrancar los ojos de los suyos, y tiene que ser empujado suavemente, y aún se va mirándolo, prendido. Quien le bendice por poder estar allí con quien estuvo a punto de perder, y quien rompe en llanto-pero sin dejar de bendecirlo- porque este año ya no va con él quien le acompañó el pasado. Hay quien lo acaricia con ternura, cumpliendo ritos antiguos del Levítico que están en la masa de nuestra sangre, porque "el que toque la carne de la víctima expiatoria, queda consagrado". Cada mirada es una oración a este Gran Poder, tan carne nuestra y de los nuestros, tan metido en nuestras entrañas, tan unido a nuestras vidas desde antes de nuestra memoria mas antigua, que sólo podemos decirle "desde el seno me arrojaron a ti, desde el vientre materno tú eres mi Dios"

El Gran Poder cautivo, a veces, parece al límite de sus fuerzas, por cargar con tantos sufrimientos que se habrían perdido para siempre, polvo de huesos, si no los hubieran mirado sus ojos, enrojecidos e hinchados, "emparpitaos", por llorar con nosotros hasta agotar sus lágrimas. Y la fuerza de su gesto parece entonces querer romper el cíngulo para desatarse las manos, y abrazar, y sanar, y echarse otra vez al mundo al ver como su sacrificio no ha servido para impedir que en dos mil años no hayan cesado las matanzas de inocentes y "para que lo injusto no sea la última palabra". Por eso este Señor tan dulce, también inspira un pavor sagrado, y muchos no pueden sostenerle la mirada: su mansedumbre es la del cordero llevado al sacrificio, pero su reproche es el de Yavhé traicionado; porque Dios no es indiferente a los sufrimientos de los hombres, y no hemos entendido todavía, tanto tiempo después, ni aún contemplando sus imágenes, ni aún siendo mirados por la tristeza y la ternura de sus ojos, ni aun comiendo su carne y bebiendo su sangre, que nosotros somos los testigos de que su sacrificio no fue estéril, la prueba viva de que no es ciego ni sordo al dolor del ser humano; su amor actuando en el mundo. Que nosotros hemos de ser las manos del Gran Poder desatadas.


EN LO OCULTO

Quien quiera de verdad saber que es esto de la Semana Santa, que sentimos, porqué ocupa ese espacio en nuestras vidas, que la vea allí en su verdad: la conmemoración de la Pasión de un Dios que se compadece, y la emoción y la alegría de un pueblo que lo celebra. Esta es la Semana Santa que anuncio. La de la fe verdadera, el amor entero, y la esperanza cierta. Por ello, no solo la de la calle, sino la que es raíz honda del árbol de Pasión, que dará flor la semana que viene, pero que da sombra y fruto todo el año. No la que se muestra en afición y mercadería, sino la que vive y crece amorosamente en lo oculto. No la de los machadianos "truenos vestidos de nazareno", sino la de aquellos que saben que "quien no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve".

La que anuncio es la Semana Santa oculta de las fotografías de imágenes que se guardan en las carteras, que presiden la intimidad de los hogares, que llevan consuelo a las habitaciones de los hospitales. La de los cultos internos, la de las visitas solitarias a las capillas en las que viven las imágenes. La Semana Santa de las mujeres del barrio de la Feria que, durante todo el año, entran por la mañana en Montesión, para llorar con la Virgen del Rosario sobre lo que esperaron, y la vida no les dio, o sobre lo que les quitó, para pedirle lo que aún aguardan, y agradecerlo lo que tienen, mientras la Virgen las oye en la soledad de la pequeña capilla, inclinando delicadamente la cabeza. La del Señor despreciado por Herodes llenando cada día la capilla sacramental de San Juan de la Palma de su silencio blanco. La de Pasión cuando al pisar levemente el Sagrario del Salvador, se hace mas pozo hondo de aguas jamas turbadas por brisa alguna, más misterio que solo desvela su dulzura a quien se abisma en Él durante horas.
La que anuncio es la Semana Santa oculta del secreto de las conciencias, donde solo Dios puede entrar sin profanar el misterio del hombre. La de quienes, aun distantes de la práctica religiosa, se ensimisman en nuestras imágenes, porque hablar con ellas es hablar con Dios, de hombre a hombre. La de los miles de nazarenos y devotos anónimos que nunca serán cofrades conocidos y reconocidos, pero que son, seguro, los mas amados por nuestro Señor, que "ha elegido a los locos del mundo para humillar a los sabios, a los débiles para humillar a los fuertes, a los plebeyos, despreciados, y a los que no son nada, para humillar a los que son algo, y que así nadie pueda engreírse frente a Dios".

Hay tantas Semanas Santas como sevillanos, pero la que anuncio es la que hace público y visible ese amor oculto una vez al año, solo una vez, en la fecha exacta de la Pasión, para que todos puedan sentir el suave dolor de la memoria, el temblor de lo bello o el temor de lo sagrado. Porque ésta es la que me han enseñado los míos, la que he visto y vivido, la que comparto con mi mujer, mis amigos y mis hermanos, la que enseño a mis hijos, la que aún ahora aprendo, día a día, en la exigente escuela de mi hermandad del Calvario.

No puedo anunciaros, ni quiero, la de quienes convierten las imágenes en pretexto para músicas y mecidas, la de quienes pierden, por errónea familiaridad, el respeto a lo mas querido y a lo mas sagrado, la de quienes queman incienso en vez de ante las imágenes, en los bares, la de quienes vuelcan una afición privada de toda hondura y perdida en banalidades, convirtiendo las hermandades en casinos, y las cofradías solo en un espectáculo carente de la grandeza y la belleza que le daban su sentido. Tampoco puedo anunciaros la Semana Santa que cae en el fariseismo que desprecia "el mandato de Dios para observar tradiciones de hombres"; la del culto inútil que honra a Dios con los labios mientras su corazón esta lejos de Él; la de quienes cargan a los demás con fardos intolerables sin mover un dedo para ayudarlos, la de quienes interrogan, juzgan, y cierran a los hombres el Reino de Dios. Porque una y otra, la de los frívolos y la de los fariseos, la que sólo es fiesta y la que solo es gesto, toman el nombre de Dios, y las imágenes que lo representan , en vano; y por ello muestran en la calle el vacío que las habita todo el año.

Frente a ellas, esta la Semana Santa que conserva viva su mas clásica y sevillana belleza exterior porque renueva su vida interior. La Semana Santa que debe atravesar, con amor y esperanza, ciegamente confiada en Dios, el horizonte del tercer milenio, porque son muchas las hermandades y cofradías que están hoy mas vivas y mejor preparadas que nunca, gracias a su ir siempre con el sentir del pueblo, y gracias a su estar, como el discípulo amado, junto al Dios sufriente y su Madre Dolorosa, siempre al pie de la Cruz. Esta es la Semana Santa que nos congrega en una devoción y en una memoria compartidas, haciéndonos sentir que es más, mucho más, lo que nos une, que lo que nos pueda separar. Esta es la Semana Santa que con amor alerta sigue las reglas de Sevilla, de su tradición, de su cultura, de su historia, de su medida, de su emoción y de su vida. Guardando lealtad a esta ciudad generosa y abierta a todos, que siempre invita y nunca excluye, que siempre integra y nunca segrega. A la mas verdadera Sevilla, que siempre seduce pero nunca impone.


EL TIEMPO.

GLORIA Y PASION.

Empieza nuestra Semana Santa oculta apenas pasada la medianoche del Sábado Santo, cuando se cierran las puertas de San Lorenzo, robando la luz de la candelería de la Soledad, y sus hermanos se reúnen en torno a Ella para felicitarla porque su Hijo ha resucitado. Fuera, la multitud se disuelve por las calles quietas del barrio de San Lorenzo. Esta noche aprendemos que no se crece ante las emociones, y nos sentimos como cuando éramos niños, y el Sábado Santo nos dormíamos llorando. Una pena no adulta nos invade al atravesar la ciudad de vuelta a casa, pisando cera sobre la que ya no caerá otra cera. Y nos desborda cuando llegamos y vemos los programas de cada día, doblados y gastados; la Cruz de Malta que nos pusieron en la solapa la mañana radiante de San Juan de la Palma, y que no quisimos tirar; la túnica colgada, manchada de cera: la papeleta de sitio que llevamos bajo el esparto, junto al corazón. Y sentimos una contradictoria pena en la noche grande de la Pascua.

Pero es plena primavera, y el sol borra penas y preguntas. Tiempo de gloria de los barrios de Sevilla. Mañanas de cera roja y romero del Corpus, de silencio y nardo de la Virgen de los Reyes, con sus tardes tristes y hondas como pozos de melancolía. Belleza íntima del Corpus Chico de la Magdalena, en el claroscuro impresionista de los árboles que escoltan la parroquia. Jubileos de verano en los que la luz de la calle multiplica la penumbra en la que arden llamas quietas de velas rojas, escoltando el perfecto círculo blanco, jubileo de junio en el convento del Espíritu Santo, travesía de la ciudad ya de blancos absolutos o sombras en Alcázares y Sor Angela, jubileo de julio en San Buenaventura, paraíso mas sevillano: la barroca penumbra, la Inmaculada sevillana ensimismada en su libro abierto y el canto de un canario que llega desde el claustro franciscano, jubileo de agosto en la capilla de los Angeles, fuera la Ronda abrasada por la luz blanca, dentro oscuridad y limpieza de ermita abierta al fresco de la cal blanca y jazmines de patio recién regado.

El Niño se ha dormido sobre el hombro de la Virgen del Rosario. Llegan los Santos a la calle Feria. La Macarena se viste de luto por sus hijos muertos. Se cierran las puertas de gloria tras la belleza protectora de la Virgen del Amparo.

Comienza el tiempo de Pasión. Sabemos que es el de Adviento, pero en lo que a las cosas sagradas se refiere, Sevilla solo conoce los extremos de la Gloria y de la Pasión., y nuestro peculiar calendario une Adviento, Natividad y Cuaresma. Los ángeles de Adviento enseñan al niño sevillano la columna y los látigos, la corona de espinas y los clavos, y no se asusta, como el bizantino del Perpetuo Socorro, sino que los bendice, como hacía en su antiguo paso alegórico el Niño del Dulce Nombre de Jesús de la Quinta Angustia.

Adaptamos el Misal a nuestra liturgia sevillana, y si en él leemos que el Adviento es el tiempo de recordar a Juan el Bautista, vamos a su templo el 21 de noviembre, no a oír su palabra áspera, sino a verla en ese espejo de los dolores de la Pasión que es el rostro de la Amargura. Si es el tiempo de la meditación sobre la espera de María, vamos esa misma tarde a felicitar en su día a la Virgen sevillana mas íntimamente bella, a la que aun en su dolor conserva la huella luminosa de la simple felicidad de la casa de Nazaret, antes de que el Hijo la abandonara; a la dulcísima madre de la Presentación, Nuestra Señora del Magnificat, que con su santa sencillez desbarata toda soberbia, derriba de su trono a los potentados y despide vacíos a los ricos. Esta es la mujer sencilla y buena que la ciudad idealiza como la Pura y Limpia, completando el saludo de Isabel "bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" con el "bendita sea tu Pureza" escrito sobre su capilla del Postigo y proclamado en los muros de San Antonio Abad, donde se asocia este misterio al dolor.

Si es el tiempo de la espera en el límite de la Expectación, cruzamos el 18 de diciembre el río hasta las calles Castilla y Pureza; y rodeamos el antiguo perímetro de las murallas de la ciudad, para ir a San Roque, a la Trinidad, y a aquel otro lugar, junto al arco de entrada a Sevilla por la antigua calle Real, que tiene el nombre que tantos sevillanos pronunciamos cuando queremos decir Esperanza.

Y si el Adviento es sobre todo el tiempo en el que se recuerda a Israel esperando al Mesías, nosotros esperamos al Señor de los afligidos, los desposeídos, los sedientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los trabajadores de la paz y los defensores de causas justas. Porque reconocemos el Gran Poder de Dios en su capacidad para cargar con el dolor de todos y compartirlo; y lo hacemos resplandecer en su túnica persa desde la víspera de la Nochebuena, sin que haya contradicción en ello. Vestimos de oro el lamento del justo aplastado por el poder del hombre, porque es el canto de júbilo de quien es rescatado por el poder de Dios. Por eso, el brillo del oro de su túnica no toca la mirada del Gran Poder, que sigue siendo un salmo contra toda violencia., toda opresión y toda crueldad: "el inocente cae por la violencia de los perversos y piensa: Dios se ha olvidado. Pero Tú escuchas, Señor, los deseos de los humildes, y les prestas oído, haciendo justicia al oprimido. ¡Que no vuelva a sembrar su terror el hombre!", Señor de la gran bondad y de la gran mansedumbre, " que el verdugo no triunfe siempre sobre su víctima inocente". ¡Que no vuelva a sembrar su terror el hombre, profanando dos veces tu nombre, al decir que lo hace por ti, Señor del inagotable perdón y de la ilimitada ternura, que ordenaste envainar la espada que te defendió cuando te prendieron. ¡Que no lo vuelva a sembrar!, porque aquel que de cualquier forma maltrate a uno de tus hijos, Señor del Gran Poder, haya nacido bajo el cielo que haya nacido, es realmente quien te levanta la mano.
Allí, en San Lorenzo, cualquier día del Quinario, un Simeón sevillano, heredero de aquel anciano al que le había sido prometido que no moriría sin ver al Mesías, dirá: "Ahora según tu palabra, dejas libre y en paz a tu siervo, porque han visto mis ojos a su Salvador, gloria de su pueblo Israel". Y una vez más esta será la ciudad santa, porque a la derecha del Señor, la gloria de su pueblo, está la Virgen del Traspaso, recordando que tras la bendición al Niño, el anciano se volvió a la Madre y le dijo " en cuanto a ti, una espada te traspasará el corazón."

Es una noche fría de enero. En el Salvador, el Señor del insondable misterio camina hacia su altar de novena. "Pasión de Cristo, confórtanos": las delicadas manos, atadas, parecen las parejas de palomas que se vendía para los sacrificios del templo. "Pasión de Cristo, confórtanos": este es en verdad, ahora, sin cruz, el hijo de la Cieguecita de la Catedral; son sus mismos ojos entrecerrados, su mismo silencio interior que irradia como un aura, y todo lo calla y lo serena. "Pasión de Cristo, confórtanos":la cabeza se abate sobre el pecho con la blandura desvalida que tienen las de los pájaros muertos. Es la palabra hecha carne y replegada sobre si misma, para darse del todo; con la serenidad no de quien se rinde sino de quien acepta. Por eso es a Él a quien pedimos que en la pérdida, en la confusión, cuando nos invada el pánico de la hora extrema, nos llene del misterio de paz que su imagen representa. Y le decimos: por tu cruz que, aceptada, ya no pesa, por tu dolor que, ofrecido, es tan sereno, por tu sufrimiento que, al redimir, es tan hermoso, danos la gracia de ver principio en el final y luz en la tiniebla, y cuando la muerte nos llegue, confórtanos, Jesús de la Pasión.


AMANECER DEL GOZO

Doblamos el cabo de enero. El tiempo se dilata o se encoge prodigiosamente. Contamos los días en la pizarra del "Uno de San Román". Esperamos la aparición de signos, que, pese a repetirse, siempre nos sorprenden: la luz que empieza a alargarse, una caricia de aire tibio, un botón blanco en un naranjo.

La Hermanas de la Cruz salen a medianoche por la Puerta de Palos; rodean, como fantasmas buenos, con modesta rapidez, la Giralda, y desaparecen por Placentines. Acaban de vestir de morado a la Virgen de los Reyes: es Miércoles de Ceniza.

Ya es una flor de azahar abierta, la primera. El orgulloso Rey David ha dejado su arpa con forma de cruz y comparece maniatado: es primero de marzo en San Antonio Abad.

Hay rebullir de cartones por Alcaicería, ahora mismo se está haciendo la mudá de la Borriquita, los niños juegan en la rampa del Salvador, hay besamanos por Bustos Tavera, por San Pablo, por el Museo, por San Martín, y nosotros estamos aquí: es Domingo de Pasión. Vamos a vivir, a partir de mañana, el tiempo mas hermoso, porque es aquel en que ya se oyen llegar los pasos de lo que tanto se ha esperado. Semana de Pasión. Que nombre extraordinario para esta consunción en la espera, para este temblor en el umbral, para este olor a miel y a vino, para este sentir el aire tibio y dorado resbalar sobre la piel como un aceite perfumado de azahar.

Es el momento de sorprender a la Macarena, ya en su paso, pero aún sin candelería, visible entera en su peana, como queriendo salirse del palio juanmanuelino por pura impaciencia de Madrugada: es Miércoles de Pasión.

El cuerpo desmadejado del Cristo de la Quinta Angustia es alzado y prendido de los blancos paños. Nuestro Padre Jesús Descendido de la Cruz es portado hasta su mortaja. La Virgen del Valle desciende suavemente para encontrarse con Sevilla. Y en San Lorenzo, en lo oculto, el Gran Poder es descendido de su altar. Hay sonido sordo y profundo, como de terremoto, cuando el suelo de Sevilla es pisado por su Señor. Por fin. Es Viernes de Dolores.

La alta cruz de plata, entre ciriales, se abre camino en la oscuridad de la parroquia de la Magdalena. Los hermanos apenas iluminados por las luces de los cirios negros. El cuerpo totalmente crucificado del Calvario, un leve reflejo de luz sobre las potencias, emerge de pronto, como un ahogado, alzado sobre los hombros de los suyos, y avanza horizontalmente sobre la callada muchedumbre. La Madre de la Presentación aguarda en el coro, con toda su candelería encendida para recibirlo. El paso de caoba, sin flores, es mas que nunca roca desnuda del monte Calvario. Llegado a él, el Cristo es izado hasta una altura sobrecogedora. Silencio. El leve chirrido de la carrucha. El ruido de la cuña de la cruz que se encaja, de las abrazaderas que la afianzan. Tres golpes de llamador. Breve Madrugada en la Magdalena; el Cristo del Calvario avanza despacio, gira, abre los brazos a la multitud estremecida, retranquea, y arría junto a su Madre. 
Es Sábado de Pasión.

Fuera de la parroquia, la ciudad cruje de impaciencia. Se están poniendo flores por toda Sevilla. Cae la madrugada. La ciudad quieta, soñando con una luz blanca. Los pasos ya montados en las iglesias oscuras, temblando de impaciencia. El Giraldillo se vuelve hacia la Puerta de Córdoba, esperando ver un sol que, hoy, se levantará a pulso. Por fin, amanece.

Entra la primera luz en los templos. Quizás nadie vea ese prodigio que siempre he soñado como el más hermoso de la Semana Santa: en las iglesias vacías, la luz que nace despacio a través de las altas ventanas va cayendo sobre los altares de insignias, perfilando los volúmenes de los pasos espléndidos que hoy van a salir, haciendo surgir de la oscuridad los cuerpos y los rostros de las imágenes. Hay que imaginar, en un absoluto silencio, el paulatino aparecerse del poderoso cuerpo del Amor sobre su paso, en la soledad del Salvador. Como, bajo la cúpula del panteón de San Lorenzo, al crecer de la claridad, el oscuro bulto abatido va cobrando forma humana hasta convertirse en el cuerpo del Señor que aguarda su besamanos.

Y el lento nacimiento a la luz de los poderosos pasos de San Juan de la Palma. Antes el gran canasto, después las siluetas de los sayones; serviles en torno al tirano, arrogantes en torno a la víctima; y el Tetrarca, inclinándose para ver alejarse la dulce dignidad herida del Señor que responde con silencio a su desprecio, encorvado por la mano que le empuja, con su túnica resplandeciendo en la oscuridad decreciente. Después cuando la claridad sea suficiente para penetrar en el palio, nacerá a la luz la Amargura. Primero, seguro, la corona, como un sol; después el tocado blanco, finalmente, muy despacio, la mirada sobrecogedora. Quedan los dos pasos enfrentados, en la primera luz del Domingo de Ramos, y las dos imágenes pueden ya mirarse. Pero el Señor del Silencio gira la cabeza porque no puede resistir la Amargura de su Madre, y ésta desvía la mirada para no ver el desprecio que hacen a su hijo. Se huyen por amor las dos imágenes en la iglesia vacía. Porque son tan humanas, y están tan heridas, que si el Silencio y la Amargura se miraran a la cara, se repetiría aquel momento, cuyo eco aun resuena como un quejido, cuando sus ojos se encontraron en Jerusalén, hace dos mil años; Él llevando la cruz, Ella mirándolo deshecha, en esa calle que por este cruzarse sus miradas no pudo llamarse mas que Amargura.

En las calles, esta primera luz neutra cae toda por igual sobre un universo de sillas vacías alineadas en la Campana, en Sierpes, en la Avenida, de reposteros, paños rojos y suelos de esparto en San Francisco. El sol se refleja en las cerámicas de las cúpulas, baja despacio desde las espadañas y las torres, se deja caer por las fachadas. Son tantas las casas en que hoy se despierta a la alegría, todo preparado para no hacer faena, ropas de estreno extendidas. Son tantos los corazones que hoy encuentran su paz y su memoria, tantas las manos que se unen y tanto lo que se reencuentra. Son tantos los que ya no están y son evocados, tantos los que se fueron pero hoy miran a través de los ojos de los suyos, que la ciudad parece estallar de emoción y de contento: Suena Corpus Christi; es Domingo de Ramos en Sevilla.


LA MEMORIA.

LO INVISIBLE.

La Semana Santa nace cuando el Señor hace su Sagrada Entrada en Sevilla por la rampa del Salvador. Se bautiza en historia de la ciudad en San Julián, ante la Virgen que dijo: "Soy de Sevilla, llevadme a ella". Se confirma en los Terceros con el Dios humilde y paciente que aguarda ilimitadamente en los Sagrarios. Después, se derrama por toda la ciudad. Y todo son manos que se cogen a otras que las guían en su primera salida procesional; ojos que buscan con amor a otros ojos, tras un antifaz; jóvenes que escriben -es primavera- pasión con minúscula; familias que llegan desde barrios lejanos para perderse en las bullas, porque Sevilla las llama.

Este es el momento de decir que en nuestra Semana Santa, tan sensual, tan capaz de extrovertir todo lo visible, lo mas importante es lo invisible. Que no hay palio andando al son de Gómez Zarzuela, de Farfán, de Font, ni misterio meciéndose de costero a costero mientras suenan, en plenitud de tradición, cornetas y tambores, que se pueda comparar a la belleza de lo que va a suceder en las estancias de la memoria, en lo hondo de los corazones. Que solo recluidos en nuestras celdas de ruán y esparto, o crecidos en nuestros palacios de terciopelo, encontramos la serenidad y vivimos con la mayor hondura la Semana Santa: en ningún sitio cabe mas de ella que dentro de una túnica.

Esta conquista de lo invisible y de lo sereno es la tarea más difícil que nos proponemos cada Semana Santa. El Domingo de Ramos, con su urgencia de vida, no lo logramos. Es tanto nuestro deseo , que su objeto se nos va de las manos y decimos, apenas empezada, " ya empieza a acabarse la Semana Santa". Porque sabemos que el tiempo muerde, como un perro rabioso, tanta alegría esperada. Y sentimos frío en la plenitud de la tarde. Vamos a ver la Sevilla antigua y popular de San Roque entrando en la ciudad por la Puerta Osario, -terciopelo, oro, túnica bordada, cornetas y tambores de la Centuria- y ya sentimos que es tierra dejada atrás la alegría dorada y rosa del barco de la Borriquita bajando por Entrecárceles; y el Cristo de la Humildad y Paciencia, tan querido, tan mío, absorto entre la multitud, indiferente en su angustia a tanta vida; y la clara elegancia de la Virgen del Subterráneo entre los naranjos de Doña María Coronel, primer manto que cada año veo alzarse y caer, en ese breve vuelo de la levantá que es el suspiro de los pasos de palio. Tierras de belleza que no volveremos a pisar hasta el año que viene. La luz de la tarde pierde el brillo de estar recién nacida. Crecen las sombras. Y nos preguntamos si así se irá todo, sin recordar que el tiempo se parará cuando llega el Jueves Santo. Es que nacemos cada Semana Santa y tenemos que aprenderlo todo cada año.

El tiempo y la memoria son las claves de esta fiesta, el punto en el que se unen todas sus emociones. Corren y se mezclan los tiempos alrededor de los pasos del Domingo de Ramos, se anudan los recuerdos a ellos como el cíngulo que ciñe la hojarasca de la Carretería, y se tienden cabos de unos a otros, hasta formar esa cálida red que convierte a la Semana Santa en tejido vivo de la memoria de cada sevillano.

En torno al paso de la Amargura esta anudado el de la infancia de alguien nacido en la calle Regina, bautizado en San Juan de la Palma y presentado a Ella; que ya intentaba decir ese nombre cuando aun ni podía pronunciarlo, ni podía imaginar cuanto pesaba. Alguien que pone los nombres de sus muertos, como una ofrenda, a los pies de esta Virgen iluminada por la más trágica luz de candelería, que rechaza el consuelo de San Juan, enloquecida por un dolor que ignora la gloria del tercer día y se ahoga en el llanto absoluto de su Amargura. Por eso las lágrimas de quienes lloran a los suyos son las mismas que las de esta Virgen que toca el fondo más negro del dolor sin esperanza. Ni la admiración que suscita, ni el ajuar espléndido del que su hermandad la ha rodeado a lo largo de tres siglos, ni las oraciones, ni el amor de sus hijas de la Cruz, nada puede consolarla y hacerla callar, para que no siga repitiendo, cada Domingo de Ramos, las palabras de Rut escritas en su capilla: " No me llaméis Noemí, esto es, hermosa, sino Mara, esto es, amarga, porque el Todopoderoso me ha llenado de amargura. Llena me marché, y el Señor me trae vacía. No me llaméis Noemí, porque el Señor me afligió, el Todopoderoso me maltrató." Sevilla, que esta noche ha tenido el coraje de llamar Amor a la muerte, reconoce en esta Madre del Gran Dolor a la mujer amarga, vacía afligida, amarga, que sufre el su carne el desgarro de la pérdida del Hijo que le fue anunciado, entre bendiciones al parecer olvidadas. Por eso, de entre todas las dolorosas, coronó de oro la primera su tremenda e inconsolable amargura.

En torno al palio que guarda el dolor de fina loza blanca de la dolorosa de Triana, esta anudado el recuerdo de las primeras horas de una mañana gris y aún fría de marzo, en la que un padre primerizo, que de pura alegría no podía creerse que lo era, se echó a la calle San Jacinto porque la madre y el niño se habían dormido, y tenía que andar para domesticar tanta emoción, sentir el aire fresco de la mañana para no creer que estaba soñando. Fue su hermano quien dijo de ir a dar gracias por la vida nueva y se acercaron a la capilla recién abierta, para pedir a la protectora de los viajeros a las Indias que cuidara con sus manos al recién nacido, y que fuera en su travesía de la vida su siempre segura y buena Estrella.

Cuando se consuma el Domingo de Ramos en el Salvador,en torno al paso del Cristo que representa tan absolutamente su nombre que parece querer salirse de la Cruz para seguir entregándose, aun después de muerto, por Amor, se anuda el recuerdo de una primera Semana Santa de noche, solos padre e hijo, retirados la madre y el hermano más pequeño. Y se tiende un cabo azul y blanco desde el paso de la Estrella que se une al del Amor; para que cuando en la medianoche este se pierda entre los naranjos, a la luz de sus seis candelabros, oyéndose solo ese último latido del Domingo de Ramos, que son los pasos de sus costaleros sobre la rampa, estén unidos los tres, padre, hijo y nieto, en el nombre de Sevilla y de su Dios. En ese momento, al hijo le parecerá sentir sobre su hombro el peso de la mano de su padre, mientras apoya la suya sobre la de su hijo. Y de uno a otro circula en silencio la mayor y más pura tradición sevillana.


HISTORIA.

Por guardar esta tradición que se hace vida y memoria en torno a esta palabra de Dios esculpida, por insertar con tanta sencillez lo sagrado en lo cotidiano, la ciudad que yo vivo es santa. Intramuros y extramuros, collación a collación, las imágenes la bendicen, la custodian, y guardan cada una de sus puertas con sus nombres protectores: Buena Muerte la de Jerez y la de Córdoba; Salud la de la Carne y la de Carmona; Aguas la del Postigo y la Real; Conversión la de Triana; Esperanza las de Osario, Sol y la Macarena.

Quien piense que ésta es una forma arcaica de vivir la fe y de celebrar la Pasión de Cristo, que mire y vea como en ella las hermandades y cofradías viven con tan plena salud, que no dejan de nacer aun en los barrios más extremos, y como se dan la mano con las que, fundadas hace siglos, son sus madres y deben ser sus maestras. Cómo los sevillanos se llevaron con ellos desde sus barrios antiguos, como los judíos se llevaban al exilio un puñado de la tierra de su Sefarad, tallos cortados de historia de Sevilla, para replantarlos en las tierras nuevas de la ciudad y que en ellas nacieran nuevas hermandades plenas de antigua gracia sevillana. O cómo en el corazón de la ciudad histórica fundaron lo nuevo con sabiduría antigua, urgidos por el amor de Cristo.

Ved la devoción antigua a imágenes nuevas de las mujeres que vienen tras los pasos desde los barrios más alejados; el orgullo de los padres nazarenos llevando a sus hijos de la mano, de familias enteras acompañándolos. Ved a estas cofradías jóvenes entrando en la Roma sevillana por el arco de triunfo de la Campana, y llegando al foro de San Francisco para hacer real el lema -SENATUS POPULUSQUE HISPALENSIS- escrito en los muros de su Casa Grande, y decid si estas hermandades nuevas no son ya cuerpo de historia de Sevilla.

Visitad los altares de las imágenes olvidadas; ved allí tristes, sin flores ni oraciones, a vírgenes hermosas, como la de la Antigua y Siete Dolores, refugiada en la Magdalena tras perder su hermandad, o la de los Dolores del retablo de los zapateros del Salvador; ved polvorientos y malvestidos, como si llevaran ropas de caridad desdeñosa, a dignísimos Nazarenos antiguos de nombres hermosos, como el de las Fatigas de la Magdalena o el de los Afligidos del Salvador. Y viendo tanto olvido, apreciad el amor de los cofrades, que no conocerá imagen sagrada trato más cariñoso, más fieles hermanos, ni más leal familia que la de las hermandades de Sevilla.

Seguid la aventura humana, de mujer pobre que pierde hijos y enseres, de la Virgen de la Encarnación, destruida su casa de Triana, perdido su Cristo de la Sangre, refugiada en la abadía de San Benito cuando era extramuros; y cómo se reorganizó en trono a ella la hermandad, como las familias heridas se rehacen en torno a la madre. Y decid si esta ciudad no tiene amor, devoción y fuerzas no sólo para mantener, sino hasta para resucitar cultos.

Dejad que pesen sobre vosotros todos los siglos del Viernes Santo; toda su serenidad, toda su belleza madura. Que pese la caoba de la Carretería, sobre la que la Madre mira a su hijo muerto suplicando por sus necesidades como quienes no tenían ni para enterrar a sus muertos. Que pese la mirada del Cristo de la Conversión invitando a una muerte que compartida con la suya es promesa segura de paraíso. Que pese el rostro amoratado por los golpes y la mano apoyada en la roca, como gritos intolerables, del Señor caído de San Isidoro, alto sobre el mundo de oro de su paso, según la admirable sabiduría sevillana que ha sabido revestir, con la severa medida de riqueza que un Dios requiere, tanto dolor de hombre. Dejad que pese la pirámide de dolor del amortajamiento del Señor -fúnebre campana, dieciocho luces- en la paz del compás de su convento. Que pesen los terciopelos antiguos de los palios románticos de Montserrat y La Carretería, y que pese la belleza dorada del de Loreto. Y decid si ese del Viernes Santo es un peso que abruma y aplasta, como los de las tradiciones muertas, o si no es el peso grávido de la Historia, de lo mejor que la ciudad ha transmitido a quienes nacen a ella para que sepan a cuanto Sevilla obliga.

Contad como Triana encuentra en su devoción antigua a la Señora Santa Ana, al luminoso misterio de pentecostés, y a sus vírgenes con nombre de Esperanza, Patrocinio, y Guía, la alegría y la fuerza para superar el dolor de sus cristos, el sufrimiento que los hace caer y que abate y curva su espalda, la angustia que los hace rezar, unidas las manos, mientras preparan su cruz de muerte, Y como los trasciende en esa mirada de expiración en la que cabe todo el cielo que le aguarda, en ese cuerpo prodigioso que se abre tan por completo, ya sin ningún miedo, sin ninguna resistencia, a la voluntad del Padre, que se pueden oír caer los clavos, ver las manos y los pies desasirse, la cruz quedar desnuda sobre el paso, y el Cachorro irse ya para siempre a la gloria, resucitado y ascendido por el amor de su Triana.

Tocad, en la noche romántica del Miércoles Santo, el vacío y la tristeza de un barrio huérfano de su bellísimo misterio, la oscuridad no rota por los cirios rojos portados por nazarenos de estampa antigua, el silencio en el que no se oirá el golpe del llamador que tiene el sonido de los aldabones de las serenas casas de San Vicente, los naranjos que no serán rozados por las tulipas de los candelabros más elegantes de Sevilla, los balcones no acariciados por los cantos de la cruz, las manos que desde ellos no la tocarán para después santiguarse, las ventanas cerradas tras las que no se verán esas figuras vencidas por el tiempo que ven pasar -con tanto amor, con tanta nostalgia- su cofradía; los romanticismos que no resucitarán al no decirse otra vez, este año, Siete Palabras en San Vicente. Y decid si estas antiguas cofradías, siglos viviendo la vida de los barrios históricos de Sevilla, no son aún hoy su sentimiento e historia viva.

Admirad la asombrosa capacidad para renacer de si misma, siempre antigua aún habiéndolo perdido todo, de San Bernardo; cómo con ella revive cada año su barrio herido que todos deberíamos salvar como tesoro grande de Sevilla. Cómo sus vecinos adecentan calles, pintan fachadas y rejas, preparando su casa para una fiesta, como presiden sus hogares la alegría y el orgullo de las túnicas y las capas, limpias y planchadas: cómo, quienes han vuelto hoy a su barrio, llenan esas calles de nombres antiguos de hermosa reciedumbre - Gallinato, Cofia, Santo Rey, Campamento, Tentudía, Calle Ancha de San Bernardo- para estar con la cofradía suya y de los suyos. Admirad como el Cristo de la Salud se alza entre sus valientes candelabros, no sobre un monte uniforme, sino sobre un exquisito arracimarse de claveles con sabor a balcón de barrio, cómo el palio del Refugio es tan sevillano, tan de mujer vistiendo las galas de la Sevilla antigua, que en sus bordados entremete sedas de mantones de Manila. Y después decid si esta ciudad no tiene fuerzas para mantener su devoción como el pueblo elegido en la diáspora, mas allá de desarraigos, de lejanías y de exilios.

Ved el soberbio palio arquitectónico de la Virgen de la Palma, la geométrica elegancia de su manto, oid el tintineo de los ángeles de sus bambalinas al chocar con los varales, y preguntaos porqué es el único de Sevilla que se inspira en su retablo. La respuesta no la encontrareis el Miércoles Santo, sino viendo a los titulares de la hermandad en su intimidad cotidiana, visitándolos en las tardes cálidas de la última primavera o del primer verano, en el frescor y la limpieza conventuales de San Antonio de Padua. Allí comprenderéis que son la severidad del icono del crucificado, la hierática dignidad antigua de la Virgen de la Palma, y la paz y el bien de los hijos de San Francisco, entre quienes viven desde hace casi cuatrocientos años, los que han conformado a esta hermandad para que hagan verdad su súplica, y pongan con sus obras donde haya odio, amor; donde haya ofensa, perdón; donde haya discordia, unión; donde haya tinieblas,luz; donde haya tristeza, alegría, y donde haya desesperación, esperanza. Si alguien cree que esto es solo retórica de pregón, que visite el Centro Cristo del Buen Fin y vea allí cómo todo es cierto, palabra por palabra; cómo en esta hermandad la belleza exterior del Miércoles Santo es irradiación del misterio de amor que alberga todo el año; y cómo por ello -entonces lo entendemos- la Virgen de la Palma solo podía ser llevada en ese palio inspirado en el retablo desde el que gobierna los destinos de esta hermandad, sobre la que, en verdad, San Francisco ha puesto su mano.

Deben ver, sentir, contar, tocar estas emociones quienes hayan oído decir que las hermandades y cofradías de Sevilla son cosa del pasado o antigualla que sólo interesa a viejos y a beatos. Deben venir y ver como conviven en ella lo antiguo y lo nuevo, como barrios a los que la especulación se lo negó, se han hecho ciudad a través de cofradías que son las aguas de historia y devoción que nunca dejan de surgir, a poco que se escarbe, en el suelo de Sevilla. Para que conservemos tanto amor, tanta memoria, tanta vida en lealtad a a Sevilla, pedimos a aquella "de cuyas entrañas manan ríos de agua viva" que no nos deje satisfacer nuestra sed con otras menos puras que las suyas. A aquella que renuncia a la corona y a los bordados para ser la Inmaculada dolorosa de Sevilla, que preserve intacta la pureza de nuestro sentimiento. Y se lo pedimos a Ella, a la Virgen de las Aguas, a la que lleva escrito en su bambalina " OMNES SETIENTES VENITE AD AQUAS" , sabiendo que seremos oídos. Porque la hemos visto en su verdad más absoluta, allí donde la mentira no cabe, reflejada en los ojos de quienes la sirven y la aman. Mientras haya amor tan puro, habrá devoción. Mientras haya devoción, habrá belleza en fidelidad a Sevilla. Y juntándose devoción, belleza y Sevilla, habrá Semana Santa.


EL CORAZÓN

TRIBUTO

Entonces dijo el Señor "di a los israelitas que me ofrezcan un tributo de oro, plata y bronce". Y los sevillanos el oro de los canastos antiguos de la Exaltación y de Jesús con la Cruz al Hombro, la plata de Pasión, el bronce de la Quinta Angustia. Después añadieron los dones del templo: incienso purísimo, música, caoba de la Fundación, ricas vestiduras de raso morado y escudos de oro de las Cigarreras, de terciopelo negro y lana blanca de Montesión. Y con todo ello construyeron el Jueves Santo.

Lo saludan todas las campanas de las primeras horas de la tarde, llamando a los oficios. Nunca es más templo Sevilla. Se tensan las cuerdas, se contraen los rostros, cruje la cruz al ser alzada, por Santa Catalina. El Cristo de la Fundación, carne amoratada y muerta, nos llega entre faroles fúnebres. Tiene el nombre exacto, porque con su presencia funda el sentido del tiempo que inaugura. Nada hay en su entorno que distraiga. Descalzos casi todos los nazarenos que lo escoltan; íntima la música de capilla; impresionante el cuerpo, tan herido, tan visibles en él los signos terribles de la muerte. Avanza dando lecciones de tinieblas, diciendo a quien quiera oírlo que se ha acabado el tiempo de la gracia superficial, porque esta noche es la de la cena de Pascua, el sudor de sangre entre los olivos, el prendimiento a la luz de las antorchas, los tribunales, los mantos púrpuras y las coronas de espinas. En torno al Cristo de la Fundación la fiesta sagrada ha dejado de ser fiesta. Ya sólo es sagrada.

En perfecta simetría, desde el otro extremo de la ciudad le sale al encuentro la Virgen de la Victoria, mía desde los días de mi infancia, mía de los míos, dando lecciones de la medida que en todo han de tener las cosas de Sevilla. No admite desbordamientos, porque son ofensa; ni ofrendas, porque son trivialidad. Solo admite corazones serenos, como el suyo, y emociones adultas como la suya. Aquí, como ante el Cristo de la Fundación, todo se pone en su sitio. Hay distancias, porque este es, verdaderamente, el dolor de la Madre de Dios que sabe que lo es. Hay distancias, y ello es bueno, hoy, porque la Virgen de la Victoria advierte, en las puertas del Jueves Santo, sin crispar el gesto, con serenidad y hermosura, que estamos en lo absolutamente serio, que su Hijo no ha muerto para que sólo hagamos una fiesta, que Dios es Dios, y su nombre lo más sagrado. En esta hora central de la tarde cuyo declive acentúan los grandes árboles de la Magdalena, abriéndose camino entre la multitud algunos nazarenos de la Quinta Angustia, encendida su candelería, miramos a la Victoria como a un espejo que refleja lo mejor, lo mas puro, lo más noble de la Semana Santa. Y sentimos amor por Ella, y por la ciudad que ha creado un entorno tan perfecto como éste. que ha situado en él un palio tan hermoso, y ha logrado que dentro de él sea tan bello el dolor, y tan sereno. Que es en esta elegancia y en esta hondura donde encuentra, Jueves Santo a Jueves Santo, Sevilla su Victoria.

Sale la Quinta Angustia. Aparece el misterio de los misterios. Confluyen todas las miradas en la sagrada carga que el sudario aguarda. La Virgen mira con angustia el cuerpo descoyuntado. San Juan con dolor de amigo, las mujeres como hijas que rodearan el cuerpo del padre muerto, los varones en tensión sobre las altas escaleras, manos apoyadas en la cruz o cuerpos volcados sobre ellas, sujetando unas sábanas de las que pende una muerte que se concentra entera en esa manos que bendijeron y ahora cuelgan inertes. Imposible decir que es mayor en ellas, si el amor, la ternura, el dolor o el desconsuelo con este último prenderse de su objeto, en este mirar el cuerpo que pende con el indefenso movimiento de los muertos, en este sobrecogimiento de amor herido que traspasa la tarde como si en ella se hincaran, hasta su empuñadura, cinco espadas de angustia.

Sería impensable, en la Sevilla popular, esta severidad morada y azul marino. Si la ciudad señorial del centro extremaba en esta semana el medido lujo de sus elegantes penitencias, los barrios, pobres, volcaban en sus cofradías y sus túnicas las alegrías y lujos que no tenían, que todas las penitencias y las mortificaciones, ya se las había dado la vida. Por eso esplende tanto, rosarios de oro, manto "arrecogío", marchas alegres, la Virgen del Rosario al llegar a la Alameda. Gozó de antiguo las riquezas de sus devotos que iban las Indias, pero también conoció el abandono y las fatigas de sus vecinos de la calle Feria, de la Plaza de Caño Quebrado, del corral de la Casa de los Artistas, y desde ellas renació, la para siempre plena de gracia popular. Por eso, ésta de Montesión por la Alameda es otra Semana Santa -más próxima, más alegre- pero es también, y en ello está el secreto más hermoso, la misma Semana Santa que la de la Quinta Angustia en la Magdalena. Que difícil es hacer entender a quien no haya visto crecer la Semana Santa en las entrañas de la ciudad, que no hay fronteras entre el paño morado y el terciopelo negro, entre el bronce y el oro, que todo es uno y lo mismo, porque aunque diversas sean las formas de amar, el objeto de amor es único.

A las ocho Sevilla esta en su centro. Dios ha oído la súplica -"no te olvides de los desgraciados, Señor, y extiende la mano"-, y responde. Sale el Señor con la Cruz al Hombro, el del gesto más emocionante. Sólo por lo que expresa esta mano tendida de un Dios que sale al encuentro, se justificaría teológica y devocionalmente toda la Semana Santa de Sevilla, cuyo peso de belleza soporta esta hermandad, segura, sobre los zancos de sus tres pasos. Magníficos canastos, túnicas románticas, el más antiguo palio, manto de Ojeda. Todo auténtico, sevillanía cierta, como auténtico y cierto es el dulce lamento de su marcha, himno de la Semana Santa oculta, de la que se vive hacia dentro, nunca como presente, sino como un recuerdo embellecido. No otra música que esta podía sonar en el mundo de dolor interior de la Virgen del Valle. Una noche, en la Anunciación desierta y apagada, al resplandor de los dos únicos cirios que la alumbraban, he visto como sus ojos se llenaban de lágrimas hasta ser solo quietas aguas verdes. A su alrededor "el mundo había muerto, no quedaba un solo vestigio". En la oscuridad desnuda de la iglesia estremecida por la angustia de este sollozo contenido, de esta pena que se mordía los labios "estaba el único universo, la inmortalidad en el tiempo. Cada dolor una vida. Latidos midiendo eternidades". Iban a desbordarse las lágrimas, a caer. Y nos fuimos para que pudiera llorar sola. Era un Viernes de Dolores, después de su traslado. Ningún Jueves Santo, ni aún viéndola al son de su marcha, bajo sus breves bambalinas, rodeada de los ramos cónicos de paso de Corpus y coronada por la corona inmaculista con la que Sevilla reconoce en Ella la catedral de su belleza, he vuelto a ver tan conmovedor y tan puro que quiere ocultar y que involuntariamente muestra,ese misterio de dolor que guarda en su corazón, como guardó el de gozo, para sufrirlo sola, en el refugio y en el secreto de su Valle.

Las ocho y media en el Salvador. El mundo se hace de plata para que lo pise Pasión. Porque es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo, la víctima llevada con mansedumbre al matadero; su sangre ya es vino, su carne pan, y solo sobre plata de sagrario se puede mostrar su misterio. Ya se ha interiorizado del todo la pasión de Cristo, que en Sevilla es este replegarse sobre si mismo, esta serenidad sacramental que impone siempre este Jesús de la Pasión allí donde esté. Por eso no le faltaron todos los días ofrendas cuando fue resanado por esa cirugía de lo sagrado que, en otras partes, donde las esculturas sólo son eso, y no seres, llaman restauración. Hubo quién, aún viéndolo allí, despojado de todo atributo, no podía dejar de rezarle; quién cuidó que ningún día le faltaran flores frescas, puestas con sentido de ofrenda de altar, pero también de habitación de enfermo que ve el horizonte de la convalecencia. Preguntadle a éstos que lo vieron sin cruz, sin túnica, sin el fuego rojo de sus velas, sin la plata de su altar o de su paso, tan herido, y os dirán si no es por si mismo, por su misterio, por su paz contagiosa, por lo que pesa como pesa en Sevilla. Si algún día este dolor y este misterio escondidos del Valle y de Pasión no pesaran en la Semana Santa como pesan hoy y han pesado siempre, es que ésta ya habría dejado de serlo, y Sevilla ya no sería Sevilla. Que ni en una ni en otra manda el número, sino el sentimiento pleno, la medida belleza, la devoción que tan honda y serenamente expresan.


HOLOCAUSTO

Pasa ya las once. Culmina y muere el Jueves Santo, joven, antes de que le llegue su hora. Cruzan Sevilla impaciencias con forma de capas blancas y ruanes de Madrugada. Y lo mejor de Roma ya está en San Lorenzo. Las doce, ahora sí. Ya parten, desde la Resolana, los elegidos que traen consigo el Arca de la Nueva Alianza, haciendo nacer la Madrugada. La una. Saeta a la Cruz de Guía en San Antonio Abad. La una y cuarto. En dos basílicas se alzan dos llamadores, casi al mismo tiempo. Y caen. Primera levantá de la Macarena: una Asunción, intacta toda la fuerza que hace sonar el palio entero en la basílica vacía. La Resolana se eriza, presintiéndolo. Primera levantá del Gran Poder: como si se acabara de alzar después de una de las tres caídas, vacila un instante, y se echa a andar con su exhausto paso racheado. En la plaza oscura crece la luz de los faroles. Se contiene el aliento. Aparece por fin, y se hace verdad la profecía: "caminaré entre vosotros, seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo" . Todas las miradas, todas sin una excepción; todos los corazones, todos sin una excepción; todas las memorias, todas sin una excepción, se lanzan sobre Él. Y las acoge. Éste es el cordero de Dios que carga con los pecados y los dolores del mundo.

En la Resolana sale el sol de medianoche de la Macarena, y hay más luz en la Madrugada. Provoca amaneceres cuando nos viene, hermosa ya, reconocible y perfecta desde lejos; y crea anocheceres cuando pasa, dejándonos siempre insatisfechos, que por mucho y bien que la veamos, nunca la podremos dejar sin pena. El Señor sale de su basílica como debió salir del Pretorio, visibles las huellas de la larga madrugada de torturas. Ya esta Sevilla llena de Esperanza, ya pesa el Gran Poder de Dios sobre su suelo. Es Madrugada.

No hay tiempo. Ni mundo. Sólo sagrada plenitud. "El holocausto arderá sobre el fuego del altar de la noche a la mañana" , porque la víctima ya lo ha aceptado del todo. Y lo abraza. Mientras la emoción se desborda en la calle Feria, y el Gran Poder, abriéndole camino la línea de fuego de su cofradía, agota en Sierpes, saeta tras saeta, las más antigua emoción y la más tradicional sevillanía, el Dulcísimo Nazareno sale de la catedral y, rapidísimo, enfila Placentines para refugiarse en Francos. Su paso es un barco de oro que ilumina la noche con sus cuatro faroles de galeón, alto el mástil de la cruz, atentos como vigías los ángeles ceriferarios que lo escoltan. No parece un condenado obligado a cargar con el patíbulo hasta el lugar de su muerte, sino un Rey llevado en triunfo por una ciudad que se le acaba de rendir. Porque cuando el Silencio lo abraza, el sufrimiento se hace de carey y plata, y nadie puede dudar de su genealogía: "es del linaje de David". ¿Quién como tu, Nazareno, cruzando orgulloso la Madrugada? ¿Qué gesto como el tuyo, Rey David, León de Judá, es capaz de aunar tanta bondad, tanto poder, tan alta majestad? ¿Qué abrazo como el tuyo, que abarca todo el dolor del mundo, lo asciende, lo sublima, lo purifica, lo serena? ¿Qué mirada como la tuya que ve la Pasión desde la Resurrección, ya símbolo sereno de un dolor pasado? ¿Qué nazarenos como los tuyos, cinco cruces en el pecho, gloria de los primitivos nazarenos de Sevilla, dadores del nombre que hoy todos llevan con orgullo? ¿Qué cortejo como el tuyo, músicas antiguas, azahares, simpecado transparente como la pureza de María, palio catedralicio, al cuidado de tu hermano mayor, sobre el pecho, la llave de tu casa?.

Como una emoción antigua, escalofrío de fagot, oboe y clarinete, ascético lujo, gloriosa contradicción, corazón barroco y negro de la Semana Santa, cubre el Silencio a Sevilla. Sale de Francos, cruza el Salvador, y entra en Cuna cuando entra la Macarena en la Campana. Que dos mundos, el tintinear de los faroles, las saetillas, el silencio, de una parte; y de otra los cuerpos en pie, todos, al mismo tiempo, como un suelo que creciera prodigiosamente, el escalofrío de la música que se acerca, los ciriales que aparecen, los cirios verdes que se arremolinan, la Macarena. Que dos mundos, tan distintos, tan iguales; que dos glorias de Sevilla nacidas en el mismo barrio; que dos formas de hacer bello el dolor: plata y carey por Cuna, y una cara en la Campana.

Aguarda, en silencio, la cruz arbórea del Calvario. Emprende su camino tras la Macarena, como un abismo de negación que succionara toda la luz que deja tras Ella. Cae cera negra sobre la verde. El Calvario busca la catedral para vivir en plenitud su misterio. Aquí apremian las esperanzas, y el gemido de su cuerpo escueto, demasiado hiriente para ese teatro urbano, necesita bóvedas góticas para hacer de la Madrugada Noche Oscura de las almas. Pasan las cinco de la mañana. Es la hora en la que desesperan las vigilias, en la que cesan las agonías, en la que los centinelas acechan angustiados la primera luz del alba. El Calvario entra en la catedral. Suena la voz del sochantre cantando el salmo Miserere. La Madrugada sólo es un eco lejano, una luz que no llega a encender las vidrieras. Vientos helados se arremolinan en torno al cuerpo muerto del Calvario, sin mover los pabilos de sus hachones. Habla el cuerpo esencial; habla la cabeza caída sobre el pecho; hablan los ojos entrecerrados; habla la boca entreabierta; hablan las huellas de las espinas sobre su frente; habla -sobre todo- la cruz que lo acoge y lo hace suyo. Y van diciendo su lección: "¿Que tiene que ver la desnudez de Cristo con asimiento a cosa alguna? Líbrenos Dios de gloriarnos si no es de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Aprended a estaros vacíos de todas las cosas y veréis como yo soy Dios" Y cruzamos la catedral vacíos de todo menos de Dios, desasidos de todo lo que no sea Cristo crucificado, portando como única gloria esta cruz hecha desde la eternidad para su cuerpo. Que obliga a mucho ser del Calvario, la más alta exigencia, porque en Él se consuma el más tremendo encuentro: un Dios y la cruz de vergüenza y muerte que le esperaba desde que se cerraron las puertas del paraíso. "Anunciamos al Mesías crucificado", escándalo para unos y locura para otros. Mostramos la imagen que hace imposible toda otra imagen, la cruz clavada sobre "un abismo interminable", tan perfecta expresión del todo de Cristo Crucificado, que toda otra cosa la reduce a nada. Por eso recorremos la Madrugada sin importarnos hacerlo entre los extremos de ser ignorados o de ser admirados, siempre extraños a la agitación que se desborda por las calles, como una llamada, como un golpe negro entre esperanzas.

"La gloria del Señor amanece" sobre Sevilla. Al final de Cardenal Spínola, al Gran Poder parece que no van a alcanzarle las fuerzas hasta llegar a su casa, que va a caer allí mismo, que cada zancada es la última; la multitud lo mira como si quisiera auxiliar tanta fortaleza herida. Atraviesa la plaza con la desesperación que hace intolerable la última distancia. Gira para mostrarse al pueblo. Arría bajo la luz reciente e imprecisa, gastadas las velas de los faroles, más ennegrecido después de atravesar la Madrugada. Este es el "Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios" pura "certeza y puro sentimiento". Se oye el llamador en toda la plaza. "¿Me vas a dejar ahora, Señor?". Entra despacio en su basílica. "¿Me vas a dejar ahora? Que no este separado de ti eternamente", para que pueda sentir siempre, como siento esta mañana, esta "reconciliación total y dulce" al ver en ti reflejado, como en el mejor espejo, la "grandeza del alma humana". "Señor ¿me vas a dejar ahora?.

El palio de la Madre de la Presentación, jardín cerrado de la más delicada belleza sevillana, esta parado en San Pablo, atenuado el brillo de su candelería por al primera luz, definitivamente serena bajo los árboles grandes en los que cantan pájaros invisibles. Acaba de recorrer Sevilla con el rápido paso con el que María debió ir por las calles de Jerusalén tras su Hijo. Es esta hermosísima Madre nuestra la que reúne el rebaño disperso por el pavor sagrado que su Hijo crucificado inspira, la que entibia las almas sobrecogidas tras ver a esa cruz que ha devorado el cuerpo. Necesitamos toda su dulzura, toda su ilimitada disponibilidad y mansedumbre, para no desertar, como los apóstoles, por vergüenza y desaliento, ante la dura cruz de nuestro Calvario.

Es de día, y ya hay luz suficiente para ver los pasos del Silencio en la iglesia vacía y triste por el olor a azahar que se muere despacio. La Presentación esta en el trascoro, han terminado las preces, el hermano mayor invita a los hermanos a descubrirse y un clavel va matando, cirio a cirio, la luz de su candelería. Se cierran las puertas de la basílica tras el Mayor Dolor y Traspaso. Cruzan el centro nazarenos negros manchados de cera negra, tiniebla o blanca. Se acabó la Madrugada.


ESPERANZA

Mañana de Viernes Santo, falsa luz de un falso día que no amanecerá realmente sino por Varflora y Castilla, que sólo existe porque le han quitado a la Madrugada el velo de ruán que la cubría para que reluzcan, por el Pópulo, por San Pedro, por la Encarnación, emociones antiguas que hemos oído contar tan bien, que parecen que son nuestras. Porque en esta hora no hay ya tú y yo, sino sólo nosotros, y todos cargamos con la memoria de los nuestros. Después de un café de pie, en la cocina grande y fría, salían la madre y los dos hijos, aún de noche, del piso de la calle Zaragoza para ver la Esperanza de Triana en la cárcel del Pópulo acoger las saetas de los presos. La calle llena de gorras y sombreros de ala ancha y copa alta. El Señor de las Tres Caídas, sólo en su paso con el Cirineo, girando para dar la cara a la ventana enrejada desde la que le cantaban saetas antiguas de dolores compartidos. Después la Esperanza. El palio alegre girando; todas las miradas fijas en la mano del saetero que por fuera de los barrotes cortaba el aire; y una voz rota que cantaba: "Soleá, dame la mano / por las rejas de la cárcel / que tengo muchos hermanos / y se me ha muerto mi madre... / Eres la Esperanza nuestra / estrella de la mañana / luz del cielo y de la tierra / honra grande de Triana."

Saetas antiguas también aguardan hoy en San Román, pero desesperan porque allí no van a encontrar su Salud y su Angustia, y remontan calle Sol para buscarlos, por Santa Catalina, por San Pedro, hasta encontrarlos en las estrecheces de Boteros. Tiempo hubo en que su Hermandad -como la de los negros, como la de los mulatos- fue signo de segregación, pero hoy no, hoy la hacen su voluntad de estar en ella y la nuestra de estar con ellos, todos iguales, todos diferentes, todos hermanos en esta ciudad de sangres mezcladas.

¡Dios de Abraham! ¿Cuantos siglos hace que el amanecer del viernes es sagrado en las huertas de la Macarena? Hace mil años estuvieron allí los árabes, cuyo color es el verde, cuyo día santo es el viernes, cuyo momento sagrado es el amanecer, porque en él renueva Dios la creación del mundo. Manifestarse de lo sagrado en lenguas, costumbres y creencias diversas, pero siempre en el mismo lugar, adorando al mismo, único Dios, de quien el almuédano, el las mezquitas que hoy se llaman San Gil, San Marcos, Santa Marina, Santa Catalina, Salvador, o desde la suprema Giralda, decía tres veces al día, para que nadie lo olvidara: "¡No hay más Dios, que Dios!"; al mismo, único Dios, a quien en las sinagogas que hoy se llaman Santa Cruz, Santa María la Blanca, San Bartolomé, los rabinos repetían las palabras que oyó Moisés hace más de tres mil años: "Yo soy el Señor tu Dios". Y es en esa tierra clara, en las huertas de la Macarena, donde se fundo la Semana Santa.

¿De donde sino de allí podía venirnos nuestra Esperanza? ¿Y en que momento sino en este de las primeras horas de la mañana del Viernes Santo se nos podía manifestar tan plenamente, más hermosa por más humana, y más humana por más cansada. Pasan ya las nueve de la mañana, y el ancla firme y segura, "el Arca del Verbo Divino", la "Esperanza única de los mortales", busca el sol y lo encuentra donde yo la encontraba a Ella cuando era niño, en la Encarnación, justo cuando se produce la visitación de la Esperanza a la Anunciación y a San Juan de la Palma, para anunciar a los dolores del Valle y la Amargura que "no habían entendido lo escrito, (y) que (su) hijo habría de resucitar de entre los muertos". Y las dos vírgenes, tras sus candelerías gastadas, en lo hondo y oscuro de sus iglesias, se estremecen de júbilo cuando pasa ante ellas la Esperanza.

En una foto se me ve en los brazos de mi madre, abajo el palio espléndido, parado entre una multitud que se aprieta hasta los muros del mercado. Vemos hoy esa fotografía, tanto tiempo después, con esa indefinida angustia que da el saber que tantos de quienes allí aparecen están muertos. "Hay en ello una tristeza penetrante, intolerable" que solo puede borrar Aquella que no consiente sombra de muerte a su lado, porque ante sus ojos todos están vivos. Nosotros sabemos -y querríamos decírselo a ellos, pero ya no hay tiempo, sólo lo hay para que nosotros nos abramos a esa luz- que cuando pasara la Virgen, y se disgregaran por los callejones de Regina, por Laraña, por la estrechez de la antigua calle Imagen, cada cual de vuelta a sus fatigas, que sus trabajos, sus penas, sus amores, no se han perdido en la nada por obra de la muerte; que han sido salvados para siempre por la Esperanza que vieron pasar aquella mañana ya lejana de Viernes Santo; que lo que ha vivido vive ya para siempre porque así lo dice la fe, lo señala el amor, y lo promete -por el Gran Poder de su Hijo- nuestra Esperanza.

Es pleno día y la Macarena ya gira a Feria paran darse a los más suyos. A veces se produce un instante de silencio absoluto. El palio parado, la candelería fría, la banda descansando, todos los ojos convergentes en la Esperanza, una lágrima que se quita con un gesto rápido y pudoroso, oraciones susurradas, deseos y recuerdos que se lanzan como flores. Ese silencio que no es de recogimiento, ni de temor sagrado, sino de la emoción pura y el arrobo que impone la Macarena, es el silencio más impresionante de Sevilla. Lo quiebra el llamador, hay como un suspiro profundo de aliento largo tiempo contenido, y la misma emoción explota, de otra forma, cuando es asunta la Macarena, suena la banda y anda el palio perfecto. Si creíamos perdido el sentido popular de la Semana Santa, si en ocasiones hemos visto como todo se desbordaba y sólo -y no siempre- las fronteras de ruán negro de las más severas hermandades eran capaces de recordarle a Sevilla quién era, ahora todo vuelve a su centro, y la Sevilla ancha y popular resucita, intacta, entre corazas, plumas blancas, terciopelos morados y verdes, medias rosas, ropas de estreno, familias enteras y antiguos vecinos que se reencuentran. Que alegría volver a ver, cada año, lo que creíamos perdido. Que alegría volver a ver este andar exacto que casi no deja asomar las bambalinas, el perfil de esta corona rematando el manto, estas músicas alegres y hermosas, tanto pueblo bajo tan lujosas túnicas, celebrándose a si mismo y a su Esperanza, tanta emoción en los ojos, tantos bisbiseos en los labios, tanta emoción antigua que resucita cuando pasa la Macarena.

Estas son la Semana Santa y la ciudad que nos han contado, que muchos hemos vivido y que vamos a vivir dentro de una semana. Las que dejamos en las manos de nuestros hijos como la más importante herencia. La que yo ahora les doy a los míos, a los nuestros, con el pueblo de Sevilla como testigo, en este testamento sevillano.


TESTAMENTO SEVILLANO

Este año, cuando regreses, no me quedaré en el patio, viéndote a través de las puertas abiertas, definitivamente quieto. Ni entraré en la capilla desierta, para despedirme largamente de tu abrazo. Pero estaré contigo, Nazareno, tanto como siempre. Porque esta Madrugada estaré sobre el monte Calvario, contigo crucificado. Eso sucederá en la Madrugada tremenda del Viernes Santo. Mientras tú, Carlos, estás ante el Gran Poder, escoltándolo, iniciándote en el hondo misterio de amor de nuestra Semana Santa. Y tú, Fernando, nacido mientras Dios vivo nacía a Sevilla en repique de Corpus, duermes, ignorando aún cuanto dolor y cuanta alegría, cuanta esperanza y cuanta angustia corren, justo ahora, desbordadas de corazón en corazón, por las calles de Sevilla. Ninguno de los dos sabéis aún que esta noche los padres y las madres sevillanos tomamos la Semana Santa en nuestras manos para pasárosla, y para que la paséis a vuestros hijos. Es la herencia del amor a nuestro Dios y a nuestra ciudad.

Vividlos en lo abierto, sin temor ni estrecheces. Ni a Dios ni a Sevilla se les puede querer si no es con todo el corazón, en absoluta entrega. Haceos a la medida de ellos, no hagáis como quienes los hacen a la suya. No seáis nunca mezquinos, pues solo siendo hombres libres, generosos, solidarios, podréis ser verdaderamente hijos de esta ciudad de tantas culturas y sangres mezcladas. Amad mucho, incansablemente "Christianus sumus: el cristianismo es esencialmente amor, porque Dios es esencialmente caridad, y en el doble precepto de la caridad se resume la ley antigua, el mensaje de los profetas, y toda la enseñanza de nuestro Redentor(...) El amor lo es todo; el amor es el sustrato de cuanto Cristo ha predicado al mundo. No hay ciencia, no hay riqueza, no hay fuerza humana que iguale el valor de la bondad. Siempre termina por vencer, porque la bondad es amor, y el amor todo lo vence." Esta fuerza os unirá en una ética universal a todos los hombres de buena voluntad.

Mirad que la vara por la que el Señor se mide en Sevilla es la cruz aceptada. Que los nombres de Cristo en nuestra familia son los de Aquel que se entrega a ella por Amor; Aquel que la abraza con sereno orgullo; Aquel en cuyas manos el poder es ternura y el imperio compasión; y Aquel que se une tan íntimamente a ella que pierde su nombre de Jesús Nazareno y el atributo de su Gran Poder para llamarse sólo Calvario.

Recordad que sois hijos, nietos y bisnietos de quienes los amaron hasta el extremo, cada cual según su corazón le dictaba. Nazarenos y devotos comunes, como yo, unos más entre muchos, o cofrades que gobernaron las hermandades que les dan culto y les erigieron templos. Todos unidos en el mismo sentimiento: sólo Cristo, siempre. Amad a las hermandades que custodian estas imágenes que para nosotros lo representan; y amadlas sin dejaros confundir por quienes las desprecian sin conocerlas, o por quienes las utilizan como juego perdido en detalles o en vanidades.

Aferraos siempre que naufraguéis en nuestras vidas a nuestras imágenes,son un mástil del que ninguna fuerza os podrá arrancar. Y cuando os pesen las amarguras recordad que están siempre allí, esperando desde hace siglos en el Salvador, en San Antonio Abad, en la Magdalena, en San Lorenzo. No olvidéis, cada vez que paséis ante sus puertas, que son el umbral de la casa de un Dios que aguarda.No olvidéis que allí las lamparas de los sagrarios están siempre encendidas, día y noche, iluminando el corazón de las tinieblas. No olvidéis que sois sevillanos, y por ello hijos de la Esperanza; y que nuestras vidas deben ser tan plena entrega a ella que su final sea el dormirnos, como aquel niño que fui, en la noche del Jueves Santo: serenos, confiados, porque sabemos con toda certeza que seremos despertados por la Esperanza.

Esta es la Semana Santa que os dejamos en las manos en este testamento sevillano, sabiendo que nada mas necesitareis para vivir con dignidad y amor vuestras vidas. Por habérnosla dado, bendito seas desde siempre y para siempre, Señor, Dios de nuestros padres. Concede a nuestros hijos un corazón bondadoso e íntegro para levantarte este templo. Y conserva siempre en este pueblo de Sevilla esta forma de amar y de sentir. Para que cada año una voz nos pueda anunciar, como yo hago ahora, que la lealtad y el amor de miles de devotos y de nazarenos van a convertir a la ciudad en "la Casa de Dios y la Puerta del Cielo" . Alegraos y fiaos de Dios. Porque estamos en Sevilla, dentro de siete días será Semana Santa, y podremos decir, como Pedro en el Monte Tabor: "Señor, que bien se está aquí."


HE DICHO

No hay comentarios :

Publicar un comentario

ARCHIVO

ETIQUETAS