1 de abril de 2014

Pregón Carlos Herrera 2001 ( 1º parte )

Pregón de Semana Santa del año 2001 a cargo de D. Carlos Herrera, se ha dividido en dos post para que resulte más fácil su descarga.




¿Cómo no voy a acordarme del día en que volví a verte, después de tantos años, siendo yo un adolescente?. No creas, mi amor, que esas cosas se olvidan. Lucías tú una clara mañana de verano, de amaneceres que no mienten, de esas mañanas de luces blandas que te hacen gloriosa. La luz se había levantado a eso de las seis. Recién habías despertado y en tu rostro encalado se dibujaba la dulzura de los cuerpos tibios. Yo vestía de blanco, tenía veintiséis años menos y el corazón a medio escribir. Ni siquiera podía imaginar que algún día fueras a fijarte en un muchacho que se presentaba ante ti con una maleta, tres tebeos y el rostro atontado por una larga noche de tren, siempre el tren.

Creí, al verte, que el nuestro estaba condenado a ser eternamente un amor de perfil, porque no me sentía con fuerzas de aguantarte la mirada, ese dulce tiroteo de tus ojos. Sólo tenía una vergüenza apocada y un viento que me la esparcía por toda el alma. ¡Hubiera querido decirte tantas cosas!. Que llevaba años deseándote, que por qué haber esperado tanto, que ya iba siendo hora, amor, de darnos lo soñado, que vendería mis años al peso, por uno solo de tus suspiros, que... pero solo me salieron arrullos de mansedumbre. Si acaso, adornados por aquellos vencejos que se empeñaban en hacer jeroglíficos en el cielo, pero poco más.

Empezaba entonces nuestra historia pequeña, la que sabemos tú y yo. "Pasa, hay sitio" y pasé. Me acomodé en uno de tus rincones en los que la vida transcurre lenta, a velocidad de óleo, dispuesto a rondarte cada noche desde las tinieblas de cualquier bocacalle. Me propuse quererte desde la fiebre que me consumía, desde el grueso de la muchedumbre que te ama, desde el silencio atronador de mis pulsos, desde la lágrima y el sobresalto. Y así fuimos creciendo, tú en tus cosas y yo... también en las tuyas.

Iba a diario a ver el árbol de hojas lentas por el que se te muere la tarde, a mojar mis dedos en el agua bendita con la que te santiguas, a cargarme como tú con el aroma de las horas, a beberme la sal de tu llanto, a mecerme al cobijo de ese viento tuyo que arrastra su calderilla de hojas como quien descorre una cortina. Soñaba con tomarte de la cintura y pasearte a la antigua, con el paso pegajoso de los veranos; soñaba con acariciarte esos labios con los que modulas el almíbar de tu acento; soñaba la aurora de tu mirada mientras se desdibujaba el día tras la ventana de las cosas. Iba a encontrarte en el fondo de los ojos de La Candelaria. Soñaba, mi amor, con presentarte a mis padres, y a mis amigos, y al mundo entero. Y después echar a correr gritando tu nombre por los callejones de la memoria.

Fue entonces cuando supe que había nacido a ti. Que ya nada tendría sentido sin ti. Que solo con el favor de una mirada yo podría construir todo un búcaro de rosas. Que de golpe desaparecía tanto polvo acumulado en los labios.

Me besaste discreta y quedamente una de esas noches en las que el amor se te hace grande y ya tengo desde entonces el corazón vestido de festejo mientras se van desprendiendo, uno a uno, todos mis pétalos de ceniza.

Hoy, mi amor, tras los años, tenemos tantos golpes que ya ni de pie cabremos en la muerte. A veces pienso, como dijo el poeta, que solo nos falta la miseria para ser invencibles. Sin embargo, sigo amándote con la misma imprudencia de siempre, como si fueres solo mía, como si nadie más pudiera amarte con la furia de los tímidos o la impericia de los adolescentes. Sigo abrigando una tortuosa senda de sentires que me lleva, inevitablemente, ante ti. Y ante ti estoy, al igual que aquél otro día en el que el soplo de tu gracia golpeó mi rostro adormecido. He vuelto para quererte y para decírtelo pausadamente, masticando cada palabra y cada verso:

Soy, mi amor, lo que queda de un abrazo
El vaivén de tibias manos en la cuna
Ese gozo que cabe en tu regazo
Cuando un niño está rezándole a la luna.
Soy un hombre feliz porque te amo
Porque espero que tu entraña se entreabra
E ir sembrando, quedamente, tramo a tramo
Tanto amor recriado en mi palabra
No me mueve más la risa que el lamento
Ni a ti la multitud. Una cuadrilla
Te es bastante, te sobra, te da aliento
Soy la sombra, tú la luz, eres Sevilla

EXCELENTÍSIMO Y REVERENDÍSIMO SEÑOR ARZOBISPO, EXCELENTÍSIMO SEÑOR ALCALDE, EXCELENTÍSIMAS E ILUSTRÍSIMAS ATORIDADES, ILUSTRÍSIMO SEÑOR PRESIDENTE Y JUNTA SUPERIOR DEL CONSEJO GENERAL DEHERMANDADES Y COFRADÍAS, SEÑORAS Y SEÑORES, SEVILLANOS, COFRADES Y AMIGOS TODOS.


Debo comenzar por devolverle a mi presentador, Don Juan Ortega, el mismo afecto y cariño que ha volcado en sus palabras. Gracias querido Juan. Eres un señor y honras este atril como honras la política con tu presencia.

Hoy que faltan pocos días para que comience la melancolía, me asomo a este balcón de madera a contaros lo que vosotros sabéis mejor que yo. ¡Qué osadía!. No habrán caído unas lunas cuando ya la luz del mediodía cachee las túnicas de los primeros nazarenos. La melancolía nace en el alma como una azalea y resguarda sus disimulos en un repliegue del corazón. Empieza a tender trampas al verso y acaba por abrazarnos como un castigo inevitable.

Habiendo cerrado ya las puertas de la Cuaresma, el sol empieza a escribir en las azoteas sus lecciones de Primavera. Hoy, asomado a la cancela de esta Primavera que se me antoja una princesa caminando de puntillas, os llamo a lo mismo, a la costumbre; os llamo al plateado dolor de Pasión, al encaje del pañuelo de Caridad, a la sevillanía insobornable de Las Cigarreras, al atronador silencio pálido del Calvario, al dolor gótico del Santo Entierro, a la silente Misericordia de Santa Cruz, a la muerte inacabada en San Julián, al angustiado compás de los Gitanos...



En poco más de seis días, el tiempo empezará a ser descontable, justo cuando se eche a la calle esa vista aérea de Dios que es una cofradía. La Alfalfa de azulejo ha visto pasar a los que serán nazarenos a la búsqueda de un capirote nuevo, como si les hiciera andar aquél sonámbulo discurrir de la infancia; los comercios de cinta métrica y cartón han visto aglomerarse a sus puertas la paciencia de la espera; la Alcaicería nunca ha sido tan transitada por almas con papeleta de sitio; hasta el nazareno del Siglo Sevillano parece haber vuelto a contar los días en su esquina de Alvarez Quintero. Empieza ya a saber a incienso la palabra, se empiezan a soñar capirotes en bandada sobre la penumbra de las calles, se oyen tambores a lo lejos, se quitan los dedos su pátina de ceniza y cruza las esquinas la sombra de una parihuela.

En poco más de seis días, el nazareno volverá a su vértigo de soledad, a su encierro de tela, a su sueño de ojos entreabiertos. El nazareno es un llanto de lucero que expurga penas de cera y penitencias de asfalto. Igual que vuelve el paisaje con su delantal de flores, vuelve el nazareno a abrir senderos hacia el llanto definitivo.

Y marcharemos a la Gloria, por un camino de cera. Y volveremos a ser niños asombrados ante la Majestad de un Dios que ha bajado a vernos otra vez, al igual que en aquellos años llenos de aroma de vida recién estrenada, mucho antes de ese día en que parten de verdad los barcos de juguete.

Os llamo a la Gloria, a la Gloria, sevillanos, a la Gloria de una semana que cuenta el tiempo al revés.

A la Gloria, sevillanos, a la Gloria
Con un sol entre las manos
Y a lomos de un borriquillo
Por el Domingo de Ramos
Viene Dios hecho un chiquillo
A la Gloria, sevillanos
Que salen y entran dos veces
Los suspiros que se elevan
Cuando se vence y florece
La piedra de San Esteban
A la Gloria, a la Gloria
Suspiros de mi Sevilla
Dad forma a esa canastilla
del Arenal hasta el cielo
Dos ladrones y un Mesías
Lleva mi Carretería
Entre azul de terciopelo
A la Gloria, sevillanos
Que Caifás se da de bruces
Con su barrio y con las luces
De San Gonzalo y su alarde
Viene Jesús jadeante
Que se ha llevado toda la tarde
Con la izquierda por delante
A la Gloria, a la Gloria, Sevillanos
A la altura de Rocío detenida
Por la voz del capataz en desafío
De Rocío hasta la voz no habrá medida
De la voz hasta Rocío solo hay Rocío
A la Gloria, sevillanos
Que un simple beso le nombra
Y un Prendimiento se encarta
Cuando a Jesús le da sombra
Un olivo en San Andrés.
A la vera, en Santa Marta
Larga sombra da un ciprés
A la Gloria, sevillanos
Que va la Gloria rendida
Que va Dios ¿no lo estáis viendo?
En una sola caída
Y está tres veces cayendo
A la Gloria, sevillanos
Si se ha caído a tus pies
Tres veces, y se arrodilla
¡coge sus brazos, Sevilla!
Y levántalo otras tres
A la Gloria, sevillanos
No será Semana Santa
Si va ese Dios andaluz
Bajo el peso de la cruz
Y tu amor no lo levanta
A la Gloria, sevillanos
¡que no sé como no lloro!
Al verte cruzar a oscuras
Tu calle de la amargura
Señor de San Isidoro
A la Gloria de cien hombres altaneros
La Centuria deja un barrio conmovido
Y enhebrando un laberinto de senderos
Resucita una Sentencia del olvido
Y desparrama estelas de luceros
A la Gloria, pues, Sevilla, a la Gloria
A la lágrima sin fin ni escapatoria
A la fe que cada vértigo proclama
Mientras Dios va derramándose en el día
Y la tarde en jilgueros se derrama
A la Gloria hecha toda cofradía
A la Gloria, a la Gloria
Y a Maria


Y a El Salvador iremos a ver a Dios. A tratarle de tú.

Eres, Señor de Pasión, la última esperanza de quienes han llenado su vida de sueños fugitivos. Están ahí, a la vuelta de la esquina, viven en esos sitios en los que la realidad está en guerra con los pájaros. Para ellos Dios es poco más que una mano con dedos nudosos. Son, Señor, esos hijos tuyos desechables y miserables a los que ojos egoístas recriminan la existencia desde cualquier ventana. Son paridos día a día a la intemperie, fantasmas de países desangrados que jamás son invitados a la gran fiesta de la humanidad. No van a verte. Suele ser gente de pocas cosas y mal explicadas. Hay tipos a los que comulgar les da acidez. A otros les duelen los dientes al rezar.

Pero son hijos también de tu Pasión, de esa palabra tuya que habla de amor. Pero ¿qué mayor amor hay hoy que la justicia? ¿Dónde está, Señor, la justicia que esperan los que mueren por llegar al norte, los ahogados de cansancio, los que no tienen ni padre, ni madre, ni patria, ni casa, ni silla para sentarse, los que no tienen familia, los que no tienen ni tumba?. Si levantamos la piel al mar, veremos a muchos de ellos allá abajo. Cuando la soledad se queda a vivir de madrugada en los semáforos, cuando se hace el silencio en el rostro demudado del miedo, cuando los fantasmas siguen el releje que les lleva a donde no hay ciudad, cuando los puños robustos de la pena apalean a los indefensos, es cuando más necesario eres.

E iremos a San Lorenzo, a ver a Nuestro Señor, para llevarle allá donde mueren los que no son capaces, al frío mundo de los indolentes, a las fronteras que no cruzamos por temor a encontrarnos con la verdad reseca de los que no tienen nada. Señor del Gran Poder, hay que tomar tu palabra y hacerla social y cotidiana, traducirla a los hechos de este siglo que empieza y que, como los anteriores, amenaza con dejar almas violadas en los cementerios. Mientras alguien mire al pan con envidia, el trigo no podrá dormir, oí decir.

A los católicos nos sienta bien la caridad. Pero como cristianos, convendría que buscáramos justicia, que no es lo mismo, aunque tenga mucho que ver. En el fondo, a los católicos nos convendría ser un poco más cristianos de lo que somos. Pero ese es otro debate.

En estos tiempos que tanto se parecen a una fiesta de cuervos, mi pregunta, esa que lleva persiguiéndome tantos años, no deja de ser una forma de súplica. Tú eres, Señor, el último flotador de un barco que nunca acaba de hundirse. Danos la Fe, que cuando un hombre tiene Fe, nunca está solo. Y ayúdanos a quitarnos tanto Judas de encima, tanto visitante de la muerte, tanto odio sobre Sevilla, tanta fiereza de pistolas negras sobre su gente, tanta navaja afilada por sabinos enloquecidos y calentada al fuego de las hogueras por acólitos de no sé qué independencia.

Porque asombra, Señor, que, vistas las cosas, después de dos mil años, en ciertos lugares siguen vitoreando a Barrabás, al que salvan de cualquier castigo y al que entronizan como héroe popular. Por cada Barrabás que coronan, aquí muere un cristiano. Y tanta muerte harta de tal manera que la ira se apodera de nosotros y nos conduce a donde no queremos ir. Quinientos judas sevillanos han preferido a Barrabás y cuando eso ocurre en una tierra hastiada de poner la otra mejilla, uno se pregunta si hay que dejarse llevar por la furia o hay que seguir manejando inútilmente la templanza y la espera de tiempos mejores. Yo no lo sé, pero me malicio que quienes tienen que saberlo, tampoco lo saben. Entretanto, vamos conociendo la cara negra de la muerte, ese saurio esquelético que tiende su red pegajosa y blanda, que llega a ti vestida de frío como un luto anticipado y seguimos rindiendo honor a la memoria de los inolvidables Alberto y Ascen, o a la del recientemente muerto Antonio Muñoz Cariñanos, por no citar a aquellos que han tenido que dejar su tierra, su casa, su gente, amenazados por las balas y el odio inexplicable, o a aquellos que le hemos devuelto el saludo a la muerte.

Hace pocos días, envuelto por el aire franciscano de San Antonio de Padua, frente al Señor del Buen Fin, oí hablar de paz. Y sumé mi voz al eco de San Francisco de Asís cuando pedía paz para los hombres, para los pájaros, para todas las cosas. Paz. Pido también paz para la hermana luna, para el hermano sol, para la Tierra. Pero también pido paz para Sevilla, paz para los hijos de Sevilla, paz para los vivos y los muertos, paz para los amenazados, paz para nosotros. Paz, paz, paz y solo paz. ¡Dejadnos en paz!.

Señor, en tu inmenso Gran Poder, tal vez tu mano esté hastiada de encalar el firmamento, pero nosotros, Señor, somos el único error que nos podemos permitir, y nuestra estatura crece en el desastre. Los que aquí estamos, hijos de alguna resaca de plegarias, conocemos demasiado bien nuestras cicatrices. Toda primavera, Señor de Sevilla, cuenta con sembrados que fracasan, la luna tiene pedregales y el aljibe presuroso de las aguas de mayo acumula estiércol y gañanía. Lo sabemos. Pero el hombre merece un salario de esperanzas. Aquí tienes nuestras manos, vueltas sus palmas hacia el cielo, mustias como campanarios abandonados, tremulantes, como mis palabras suplicantes al aire de San Lorenzo, temiendo contagiar la penumbra o la pesadumbre. Mis manos y estas manos son las manos de tus hijos. Son las manos de los que mueren. No las de los que matan. Son manos pacientes. Manos de sangre sevillana. Danos, Señor del Gran Poder, el soplo de esperanza que deja en el viento tu andar cansino hacia el Calvario.

Ten mi llanto sujeto y altanero
y el despertar sereno de mi aurora
mi mano temblorosa y ten ahora
Este amor desmedido y pregonero
Y de mi boca el rezo del sosiego
de mi ayer, porvenir de mis regresos
de mis labios, perfil de algunos besos
Y ten mi devoción por si la quieres luego
Cruzo y recruzo, amor, para ir contigo
Con este soplo de Fe y de amanecer
Ve la sangre de mis labios cuando digo
¡Salva siempre a Sevilla, Señor del Gran Poder!


Pero, ¿por qué caminan los Cristos en Sevilla?.

Cuánto de innatural y extraño se esconde en el lento avance de un Crucificado que recorre nuestras calles con el paso firme y verdadero, pero a la vez dulce y lleno de consuelo, de un hombre que agoniza sobre una Cruz.

Estaréis de acuerdo con este pregonero en que cada paso de Cristo en la Cruz que camina por Sevilla es mucho más que un altar de madera con una dramática estampa de Jesús.



Lo sabéis, lo sabemos todos, que se trata de Dios, el mismo Dios hecho hombre caminando ante nuestros ojos en una imagen repetida desde niños. ¿Qué otra cosa sino a Dios acertáis a ver, decidme, cuando contempláis al Cristo del Amor alejarse Cuna abajo en una anochecida de primavera mientras el eco de la esquila de una espadaña resuena por las amorosas azoteas de vuestra infancia?

Decidme si no es a Dios a quien veis cuando el Cristo de las Almas, el de la Fundación, el de La Veracruz, el de la Conversión, el de las Siete Palabras, el de la Exaltación o el de la Sed derraman en el dulce atardecer del Centro su letanía de pasos contados bajo un cielo de vencejos que ponen música al silencio triste de Jesús crucificado.

Y por más que miremos bajo un paso de Cristo y sepamos de la presencia de los sufridos costaleros, a nosotros no nos engañamos. En un Crucificado de Sevilla vemos caminar a un hombre al que llaman Jesús en la Cruz de su Buena Muerte, en la señorial oscuridad de San Gregorio con los Estudiantes o en la mansedumbre inerte del de la Hiniesta a la misma hora subiendo Placentines.

Ahí va Dios, lo podéis ver, atravesado de un dolor vertical que apunta al Cielo y de otro horizontal que democratiza su agonía y la convierte en un asunto íntimo y de todos a un tiempo.
Por qué caminas, Señor, si agonizas en la Cruz? ¿Adónde llevas tus músculos deshechos por el sufrimiento? ¿Por qué vienes hacia nosotros Santísimo Cristo de la Salud, de la Sagrada Expiración, de Burgos y del Calvario? ¿A qué moverte?

Déjame que te acompañe. Quiero ver tu rostro más de cerca. Quiero poner mi mano y sentir la piel todavía tibia de tu cuerpo. Permíteme, Señor, que apoye mi frente a los pies de la Cruz. Quisiera sentir la última vibración de tu respiración cansada, arrancar tus clavos, besar tus heridas, apaciguar tu dolor, que es el nuestro, y seguir a tu lado mientras trato de descifrar todo el misterio de ese largo camino al Cielo... por la señal de la Santa Cruz.

Esa forma tuya de morir.Expiras. Y mueres. Y no acabas de morir. Y en el Museo vives otra tarde en la muerte curvada de tu figura y en el Patrocinio vuelves a vivir para volver a morir.

Te veo venir de lejos
Y ya estoy viendo venir tu muerte
Me voy a tu encuentro
Pausadamente
Como tantos, absortos, perplejos.
Qué solo estás Cachorro,
con tanta gente
Qué solo en tu cortejo.
A quien estás llamando con los ojos
Si solamente un viento te acompaña
Que se da mucha más saña
En aventar tus despojos
Que en calmarte la agonía
Que está dejando vacía
Tu mirada de congojo.
Te veo venir desde lejos
Y no sé si son tus ojos
Los que están mirando al cielo
O es el cielo que es tan viejo
que le ha puesto a tu reflejo
una pena y un desvelo
Y si estás muerto
¿por qué te siento?
Si no vives,
¿quién me habla?
De quién son esas palabras
Que caídas de una cruz
Me cortan como un lamento
Con ese sagrado acento
De Jesucristo andaluz?
Eres Dios o eres madera?
Eres hombre, eres cualquiera?
O eres solo primavera
Que Triana a su manera
No ha dejado que muriera?
No lo sé
¡Si yo supiera!
Sabría que hacer con mi pena
Con tu agonía,
tu quebranto
Y con el duelo
Y la condena
De morirte siempre tanto
Sabría que no te me mueres
Que nunca mueres
Cachorro
Que esta entre mis menesteres
Seguirte
hasta donde eres
Cristo, mi Fe y mi socorro
Y entre tanto yo me asomo
A tu puente
y lo recorro
De la duda al abandono
Tu te estás muriendo a plomo
Cachorro de Dios, Cachorro

Cristo agoniza en Sevilla con el lamento de hombre en los labios, como si supiera lo que está dejando atrás. El de Sevilla es un Dios cercano representado con majestad divina pero con semblante humano. Su rostro es el rostro de cualquiera de nosotros, que es lo que Dios quiere para su representación. Desde Jesucristo, Dios ya no es igual. Otras tradiciones tan lejanas como hermosas representan a un Dios inasumible, difuso, distante. Sevilla, en cambio, quiere que el cristiano vea a Dios como si se estuviera viendo a sí mismo.

Poco podía imaginar Juan de Mesa la trascendencia de los giros de su gubia cuando daba forma al Señor de Sevilla en su inmenso poder y en su inmensa ternura. Siglos después, su aspecto apesadumbrado, humano y sencillo sigue conmocionando a los fieles que, sin ser místicos, le aman y, sin idolatrarle, le veneran. Cuando el sevillano se acerca a una imagen, a su imagen, lo hace como aquél que llega a casa de un familiar querido, con mezcla de veneración y proximidad, pues siendo Dios el poder, también es la ternura. Ese Dios que los diferentes artistas sevillanos nos han ido legando a través de los siglos ha sido Un Dios del que se muestra su Pasión en toda su crudeza, pero también con toda la mansedumbre que un personaje excepcional como Jesús exhibió a lo largo de su vida. Poder, pero Amor; Divinidad, pero humanidad; Dolor, pero serenidad. Y humildad, y paciencia, y clemencia, y salud, y desamparo, y abandono. Es la muerte, pero la Buena Muerte.

Es el Dios de Juan de Mesa, el de Martínez Montañés, el de Ocampos, el de Roldán, el de Gijon. El Dios al que el sevillano reza simplemente contemplándolo. La contemplación piadosa, en Sevilla, es una forma de oración.

Es el Dios al que Dubé de Luque representa en el Sagrado Decreto cuando decide darnos a su hijo. El Dios que entra triunfal, a horcajadas, en Jerusalén, a lomos de un simple borrico. El Dios que ora en su agonía en el huerto de Montesión; el Dios manso y humilde que solo dice "yo soy" cuando lo prenden en San Andrés; el Dios cautivo, erguido, dolido por su propia sangre en Santa Genoveva; el Dios que ante Anás soporta el manotazo saduceo y el que ante Caifás dice "yo soy el Mesías" mientras le mece la hombría de bien de San Gonzalo; el Dios vestido de blanco, como los locos, en silencio, pudiendo haber hablado ante el desprecio de Herodes; el Dios que Paco Buiza ata a la columna o el que, en la Anunciación, es coronado de espinas; el Dios que sufre escarnio en San Esteban y vierte lágrimas de cristal; el Dios que oye decir al pueblo ¡crucificadle! y que es presentado en San Benito; el Dios al que Castillo Lastrucci hace escuchar la Sentencia ante el desentendimiento de Pilatos; es ese Dios al que Sevilla siente más que suyo que nadie, ese gran Dios de los adentros, ese Dios mayúsculo de las pequeñas cosas, el mismo Dios al que entregan la luz en el Porvenir y al que amortajan entre dieciocho ciriales en el Convento de la Paz.

Ese Dios que hace que toda Sevilla sea una nueva Cirene y que todo sevillano quiera ser Simón, subir al gólgota y llevar su cruz, aliviarle del peso de la muerte, lavar su rostro con el tibio paño de unas lágrimas y sustentar con el robusto paso de su Fe cada una de las tres caídas que le esperan más allá de la calle Pureza, o de San Isidoro, o de San Vicente. Cae Dios tres veces y otras tantas le levanta Sevilla. Pierde Dios sus vestiduras y Sevilla le arropa desde Molviedro.

Ora Dios sus penas en San Jacinto y Sevilla le acompaña en su inmensa soledad. Muere el Dios de Ortega Brú en Santa Marta y toda Sevilla le traslada al Sepulcro. Sevilla es Nicodemo, y José de Arimatea ante la Quinta Angustia de su madre, María Santísima. Y Sevilla es quien resucita con él cuando con la Aurora primera del domingo recibe a un Dios victorioso sobre la muerte y el descreimiento.

Es Sevilla, Señor, Sevilla, quien te tiene y te mantiene, Sevilla quien muere contigo y contigo mira al cielo en la hora nona, Sevilla quien sangra tu sangre y se corona de espinas, Sevilla quien siente en sus pulsos el hierro de tres clavos, quien tiene sed, quien se siente abandonada, quien bebe el último vinagre y quien recibe la lanzada en San Martín. Es Sevilla, Señor, que no quiere que nada tuyo le sea ajeno, que resucita contigo, que se echa a la calle a verte, a llorarte, a rezarte. Sevilla, que sufre y canta, que goza y llora. Que te espera en cada esquina, que va en tu busca siete días y que siete días te saca a cuerpo. Mira a tus hijos, Señor, porque en pocos lugares podrás ver una prolongación de Ti de la misma manera que en esta casa tuya en la que sigues reinando, por los siglos de los siglos, amén.

Y se hará el silencio en Sevilla. Y se escuchará crepitar el ruán, y arder la cera, y acariciarse el asfalto. La calle será una bóveda y la noche una selva muda y se podrá escuchar la memoria de cada uno. Volveremos a soñar porque volveremos a callar. Y sólo hablará Jesús Nazareno con el griterío celestial de su mirada.

Largo silencio de plata
cruza unos labios callado
por una muerte inmediata
con un habito morado
Qué está pasando, qué suena?,
Que aun siendo noche temprana
Hay un silencio que truena
Mas allá de La Campana?
No sabéis?
Un hombre va hacia el martirio
Víctima de extraña ley
Lo veréis
va sobre un lecho de lirios
y lleva Cruz de Carey
Es un pobre Galileo
Que apenas nadie había visto
Antes de que fuera reo
Y al que llaman... Jesucristo
Fijaos bien en esos ojos
Su mirada es un volcán
Arropada por manojos
De suspiros de ruán
No va solo hasta el Calvario
Frente por frente a su faz
En Jerusalén tiene a un sicario
Y en Sevilla a un capataz
Y le acompaña también
Y hasta le mece, y le arrulla
la turba en Jerusalén
Y aquí en Sevilla una bulla
Cuatro faroles de plata
Dan luz desde cada esquina
A esa larga caminata
De una Cruz por Palestina
Así llega a calle Cuna
humilde, como salió
Poco después de la una
Cuando Sevilla calló
Vuelve de nuevo a su templo
Entre el silencio feroz
Del que Sevilla da ejemplo:
Hablar sin dar ni una voz.
En tus ojos penitentes
Brilla una luz de centeno.
Sevilla, devotamente
Ve pasar mi Nazareno



Una luz me sobreviene cada martes, cuando tú, Señora de San Nicolás, te conviertes en un velero de amor que navega sobre un mar de cabezas.

Cuando te asomas a encontrarte con esas hebras de sol de media tarde son muchos los corazones que te esperan y que parecen querer huir del pecho. Te esperan pupilas llenas de cal y un cielo de zafiro por el que revolotean bruscamente, como un tijeretazo sobre el agua, un puñado de aves de primavera. Sales, Candelaria, con la luz y con la luz vuelves porque la luz eres tú. Voy a tu vera, Señora, como todos estos años. Estamos aquí todos aquellos que construimos altares distintos día a día y que nos prestamos al baile melancólico de tu ausencia. Aquí estamos, Candelaria, peleando contra la insolencia del olvido y esperando tomar nota de las enseñanzas de tu hijo, aquél que llenó de Dios el pan.

Hemos esperado un año entero, largo año como un bostezo de gato, para que el aire de tu ternura se meta por nuestras venas como un río silencioso e imparable. Han sido, Madre, días de pétalos y úlceras, bien lo sabes. Pero un paréntesis parece abrirse cuando el último sol del Martes Santo y tú os encontráis a esa hora en la que se trazan luces largas sobre la alfombra de asfalto de tu barrio. Parece encapotarse de palios el cielo de primavera mientras que a la calle le brotan capirotes blancos de dos en dos entre arrullos de gorriones y carcajadas de palomas. Una voz te lleva mecida y una cuadrilla de corazones palpita en tu madera. Vas derramando Gracia como quien siembra ese trigo que se peina con los vientos de poniente.

De nuevo hemos vencido al tiempo. De nuevo el nazareno, sorteando el pellizco de la soledad, cuenta los años que han pasado desde que alguien le puso sobre los hombros la dulce carga del amor.

Que aunque no quisiera verla, dejo que me lleve el viento, y el viento siempre me lleva a donde vive ella.

A esa plaza del querer donde pasan los años sin que nadie los cuente, donde la vida parece una paseo de la niñez, donde los corazones abren sus cancelas de sangre, donde cabe la soledad entre la muchedumbre, donde el llanto es un río interior irremediable, donde el sol se pulveriza y derrama gotas de brillo.

Un kilómetro cero de la Semana Santa de Sevilla, la Alfalfa, un nudo de ese manojo de cables tendidos al aire que son los itinerarios de las cofradías, está ahí, como lo está el Postigo, como el Altozano. La Alfalfa, plaza de la Sevilla que se resiste a marchar, donde conviven coches y caracoles, panes y jabones, persianas y anteojos, es plaza que ve pasar al hijo de Dios camino del Calvario, o lo ve venir muerto, o agonizante, en compañía de la Magdalena, o presentado al pueblo por Pilatos, o en su Cena postrera o llorando entre sayones. Plaza de saetas, de cuando los señores aún no usaban relojes de pulsera, de adolescentes, aparcacoches y señoritos, de jaulas de domingo, de capirotes de cuaresma. Plaza llena de esos tipos cuyo carraspeo es un recitado o de esos otros que creen que un hogar solo es un sitio del que se puede salir sin fianza.

Deja la Candelaria su Alfalfa y cree que ya ha salido de la provincia. Y llega a sus jardines y es ya un fuego presentido, un manotazo sordo sobre un corazón acolchado. Y parecen volver los silencios imposibles, los fotógrafos minuteros de antaño, los antiguos soldados de la guarnición arrimados a las niñeras, el merendero del domingo, el cine de verano y los tenderetes de chumbos con tallitas de La Rambla para el agua fresca. Los Jardines. Y la noche que ya viste su camisón de Miércoles. Y los ojos de los niños como dos pellizcos de cena pocha en la que anidan los pájaros del sueño.

Veo a lo lejos, con la satisfacción de la melancolía cumplida, a mi Cristo de la Salud virar hacia casa recogiendo las miradas desparramadas de los buscadores de perlas. Y la callé San José parece, entonces, el largo pasillo de la casa de mi infancia. Y el Templo, a lo lejos, parece el regazo de mi madre esperándome de anochecida con su particular acopio de madrugadas atadas a la memoria. Quisiera tardar, pero me empuja el acordeón presuroso de la hora. ¿No puedes recrearte, Capataz, para que yo llegue más tarde? ¿No puedes doblarle la mano al minutero?.

Arría el Paso. Mécelo luego, interminablemente, hasta que el dolor de María se transforme en un dulce sueño de recogida. Deja que se consuma lentamente la candelería en imposibles lágrimas. No te la lleves capataz. Déjamela a mí. Déjame que me la lleve otra vez a hombros de la ternura. Ella se merece su barrio, la capilla de la calle, el templo acogedor de una noche de abril. Deja que me la lleve a la Gloria, capataz, a la Gloria.

Pongamos que esta noche te hago un trato
Tú pones Candelaria esa tu gracia
Yo si acaso pondré toda la audacia
De llamar a llorarte en arrebato
Una blanca pasión escribe lenta
Por esta hermosa noche de sereno
En la que yo hurgo en el amor ajeno
Y alcanzo corazones en tormenta
Amor en la mirada, ese amor ciego
Amor en la razón y en la locura
Alivio entre la pena y la amargura
Consuelo de mi voz y de mi ruego
La luz de un mundo hosco y sin camino
Referencia de brillo en la tiniebla
Norte de claridad entre la niebla
Candelaria alumbrando mi destino
Yo soy gozo, tú mirada dolorosa
Vivo libre aunque parezca maniatado
Y sobrevuelo el tránsito cansado
Que une las acacias entre rosas
Ve clavadas las astillas del fracaso
En la triste soledad de tanta gente
una lágrima vidriosa, impunemente
Va camino a los labios del ocaso
La quietud dolorosa, sorda y ciega
Solo tiene salida en la tristeza
El perfil de tu beso, tu belleza
Y el dispendio de luz en la refriega
Entregarse al amor y a tu plegaria
Es igual que entregarse sin medida
Es regalarte un alma arrepentida
Y cobrar con tu luz indumentaria
Es lágrima sin pena y sin horario
Una luz vigorosa y solitaria
Una voz, un jardín, un escenario
Una madre de Dios, la Candelaria

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